Los huérfanos (2º premio 2010)

Roncesvalles, España
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Descripción

NECESITÁBAMOS HACERLO, ponernos en marcha, alejarnos de nuestra vida cotidiana lo más posible. Distanciarse de todo para volver a encontrarnos. Nadie lo expresó así, con estas palabras, pero los tres coincidíamos en reconocer que más que de un anhelo de huir se trataba de una necesidad de transformarnos, de mirarnos por dentro hasta alcanzar el último recoveco del alma para averiguar qué habíamos hecho mal, en qué habíamos fallado.

En la primavera de 2006 nos colgamos las mochilas a la espalda y comenzamos a recorrer el Camino de Santiago desde Roncesvalles. Eduardo (mi marido), Pablo (nuestro único hijo) y yo nos pusimos en marcha un soleado miércoles de mayo. Debo decir que la idea de vivir esta experiencia partió de mí. Fui yo quien convenció a Eduardo de que había llegado el momento de tomar las riendas de nuestra vida para reconducirla por otro camino.

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Mi marido se mostró escéptico en un primer momento. Un viaje de más de setecientos kilómetros a pie le parecía una locura. Eran muchos los inconvenientes, infinitas las incomodidades, sobrehumano el esfuerzo. Eduardo no acababa de entender cómo una experiencia tan colosal como la que yo le proponía podría ayudarnos. Yo le daba la razón y corroboraba cada una de sus objeciones. Sí, es una locura, lo acepto, pero también es una oportunidad para salvarnos, la única que se me ocurre. Es posible que fracasemos, pero aún así debemos intentarlo, por nosotros, por nuestro hijo.

Pablo, su nombre me quema los labios. Mi hijo, diecisiete años, alto y flaco como una escoba, un cuerpo esmirriado que da la impresión de ir a derrumbarse al primer soplo. Las primeras jornadas camina detrás de nosotros, solo, enfurruñado. Las pocas veces que se digna a abrir la boca es para bufar y echarnos en cara a su padre y a mí que nuestra brillante idea es en realidad una gilipollez como un mundo. Se queja por todo: el calor, el frío, una ampolla en la planta del pie derecho, la incomodidad de los albergues, el cansancio que le muerde los músculos del cuerpo al final de cada jornada. Estella. Logroño. Los Arcos. Nájera. El paisaje le trae sin cuidado. Las vidrieras de las iglesias, las estatuas de santos y profetas no le interesan más que la conversación que a veces tratan de mantener con él los peregrinos con los que nos encontramos en el Camino. Hace todo cuanto está en su mano para aislarse. Cuando no puede oírnos su padre me pregunta si sigo pensando que el viaje es una buena idea, si no sería mejor abandonar el proyecto de llegar a Compostela y volver a casa. Yo le suplico que sea paciente, que tenga fe, que no se rinda, porque pese a las apariencias no lo estamos haciendo mal.

Pablo, diecisiete años. A esa complicada edad todos se creen que la vida no es más que una burla despiadada urdida contra ellos. Nada les basta, nada les satisface. Sus proyectos acaban la mayor parte de las veces reducidos a fracasos y decepción, de los que germinan luego frustraciones mal llevadas que generan rencores que ellos mantienen vivos a fuego lento. ¿Quién es capaz de hacerles entender que la vida no tiene obligación alguna de satisfacer nuestros sueños? Todos pasamos por lo mismo, y aunque ahora nos cueste reconocerlo, son un fiel espejo en el que descubrir lo que un día fuimos.

Burgos. Castrojeriz. Frómista. Carrión de los Condes. Las etapas del Camino se suceden y ni un segundo dejo de pensar en él. Mi hijo. Nuestro hijo y sin embargo un desconocido. Una verdad que apenas me había confesado a mí misma en el secreto de mi corazón. Eduardo y yo dedicamos infinitas horas a nuestro trabajo. Atendemos a nuestras ambiciones profesionales más que a nuestro propio hijo. Es duro reconocerlo, pero es la pura verdad. No es nada extraño, al fin y al cabo nos pasa lo mismo que a tantos otros padres. Llegamos tarde a casa y muchas veces prestamos más atención al móvil que a sus palabras. Siempre estamos cansados, ocupados, planificando el trabajo del día siguiente, y nos justificamos diciéndonos que este esfuerzo lo hacemos por él, para proporcionarle la mejor educación, las mejores oportunidades. Adelantarnos a comprarle cosas que ni siquiera ha tenido tiempo de desear nos hace sentir unos padres solícitos, preocupados por las necesidades de nuestro hijo.

Hasta que una noche recibes una llamada. Pablo está en el hospital. Lo encontraron tirado en un parque, inconsciente. Sales de la cama, te vistes con las primeras prendas que te vienen a la mano, coges el bolso y sales disparada. Al llegar te encuentras con un médico que no se esfuerza en ocultarte la gravedad de la ocurrido y luego te explica pormenorizadamente algo que Eduardo y yo debíamos haber sospechado hace tiempo, una realidad tan incuestionable que nos obliga a reconocer que si no hemos actuado antes ha sido porque hemos preferido ignorar, mirar a otra parte. ¿Sabían ustedes que su hijo consume drogas?, nos preguntó aquella noche el médico. Alcohol, pastillas y quién sabe qué más.

Casi una semana más tarde Pablo abandona el hospital. Es un espectro. Se ha asomado al abismo y sus ojos reflejan toda la angustia que ha vivido. Está asustado, aunque no lo diga. El miedo se le escapa por cada poro de la piel, pero lejos de reconocerlo se muestra displicente con nosotros, como si la culpa de todo lo ocurrido fuese exclusivamente nuestra.

Entonces fue cuando se me ocurrió la idea. Llega un momento en la vida en que tienes que detener la marcha, no ralentizarla, sino pararla del todo. Había llegado el momento de abrir un paréntesis para repensar nuestra vida y para ello debíamos alejarnos de nuestro entorno, dejar la casa y olvidarse del trabajo. Primero pensé en unas vacaciones. Hacía mucho tiempo que veníamos acariciando el proyecto de ir todos juntos a Nueva York. Pero tan pronto la idea se asomó a mi mente hube de rechazarla porque no era eso lo que necesitábamos entonces. La solución a nuestros problemas no pasaba por distraerse, hacer turismo o gastar dinero en compras inútiles. La situación presentaba otro tipo de demandas. Lo que verdaderamente nos hacía falta era tiempo para compartir los tres juntos, sin prisas, sin agobios. Me acordé de que mi hermana Adela había hecho el Camino de Santiago con un grupo de amigas. Quizás era eso lo que precisábamos. Caminar juntos durante muchos días nos brindaría la oportunidad de reencontrarnos, de hablar, de pensar.

Mansilla de las Mulas. León. Villadango del Páramo. Los kilómetros nos pesan en el cuerpo, pero el ánimo está resuelto a continuar. Hace un par de días que caminamos bajo un cielo gris que parece contagiar su tristeza al paisaje castellano. Eduardo camina con Pablo. Habla con él, hace esfuerzos por despertar su interés, por ganar su confianza. Todos los intentos son vanos. Pablo no se abre. Resulta imposible adivinar lo que piensa, aunque por esa expresión hosca y desdeñosa que no se borra de su cara, sospecho que se pasa la jornada urdiendo reproches, maldiciendo el momento en que aceptó acompañarnos. Cuando se cansa de escuchar a su padre, saca el reproductor de mp3 del bolsillo y se enchufa los auriculares en las orejas. La muralla es infranqueable, pero Eduardo no es de los que se rinden. Llevamos tres semanas recorriendo el Camino y mi marido ha acabado por hacer suyo mi proyecto. Compartimos disparate, me dice bromeando para hacerme saber que no estoy sola. Y como no es de los que dan el brazo a torcer, aprovecha un descuido de Pablo y le birla el reproductor de mp3 del bolsillo de la mochila. ¿Tú sabes si este cacharro es sumergible?, me pregunta en voz baja, y sin esperar mi respuesta le vacía por encima media botella de agua mineral. Luego devuelve el mp3 a la mochila de Pablo y me guiña un ojo cómplice. No puedo obligarle a hablar, pero ahora al menos tendrá que oírme.

El albergue está en silencio. Eduardo hace más de una hora que se quedó dormido. Después de unos minutos, sus ronquidos y los del peregrino que duerme en la litera encima de él se han acompasado en un sincronizado intercambio de agudos y graves. Yo, pese a estar molida, no consigo conciliar el sueño. Estoy preocupada. Llevamos muchos días juntos en el Camino y no veo ningún progreso. Pablo continúa encerrado en sí mismo. Apagado e impenetrable como una casa cerrada a cal y canto. Mi hijo duerme en la litera de arriba. Sé que él tampoco duerme. Lo oigo moverse en la cama, inquieto. De repente lo oigo llorar. Es un llanto roto, breve y convulso que llega hasta mí amortiguado por la almohada con la que imagino se ha tapado la cara. Mi primer impulso es levantarme para consolarlo, pero en el último instante me detengo. No, no debo hacer eso. La vergüenza lo mortificaría. Pablo me rechazaría, se negaría a confesarme qué le ocurre y yo, como todas las madres, insistiría, pelmaza, inoportuna, ofreciéndole una compañía que él no ha pedido, un consuelo que quizás no precisa. Se daría la vuelta en la cama y me ofrecería el silencio despectivo de su espalda. Algo se ha roto dentro de él y yo no sé qué hacer. Me incorporo en la cama sin hacer ruido y extiendo un brazo por encima del colchón de su litera. Palpo a ciegas y me encuentro su mano, que para mi sorpresa, no me rechaza, sino que se aferra a mis dedos como si temiese precipitarse al vacío. La tibieza de su mano me atraviesa la piel y llega hasta mi corazón. Sin palabras me habla desde las profundidades de un dolor y una desilusión que él ni siquiera ha empezado a sondear. No sé cuanto tiempo nos quedamos así, cogidos de la mano, él arriba y yo abajo, con el brazo extendido.

Astorga, Rabanal del Camino. Ni Pablo ni yo comentamos nada de lo ocurrido aquella noche en el albergue. Preferimos callar. Tememos que cualquier palabra pueda estropear el recuerdo de ese momento.

Pablo acepta jugar a las cartas con su padre después de cenar. Eduardo no hace concesiones y gana siempre, a veces incluso recurriendo a trampas descaradas. Pablo protesta y su padre niega la mayor. ¿Me estás llamando tramposo? ¿A tu propio padre?, pregunta ofendido, escandalizado como cualquier fullero pillado en falta. En ocasiones se adelantan unos metros y caminan juntos. Hablan, poco, pero hablan.

Lluvias primaverales nos acompañan desde que entramos en la provincia de Lugo. Se trata de unas lluvias mansas que más que borrar, parecen diluir el paisaje. Aunque la humedad acaba por contagiarse al cuerpo y el barro dificulte la marcha el espectáculo resulta hermoso. En Sarria se nos une Gustav, un profesor jubilado danés. Uno de esos seres extraordinarios que sólo es posible encontrar en el Camino de Santiago. Es un tipo grueso, grande, que camina con zancadas enérgicas y que sabe más de mil chistes en español, casi todos verdes y con un chapucero acento andaluz que en boca de un danés no puede resultar más estridente. Pablo y Eduardo son capaces de caminar a su lado durante horas, desternillándose de risa. Gustav lleva más de quince años veraneando en Estepona y durante ese tiempo ha tenido oportunidad de aprenderse de memoria tan fenomenal repertorio. Yo, después de diez minutos de chistes hilados sin descanso, me siento agotada, aflojo el paso y dejo que caminen delante.

No ocurre nada sensacional, no se produce un cambio espectacular, sino más bien una sutil transformación que todos percibimos. En Melide, Pablo se compra una nueva remesa de calcetines y unas camisetas. Antes de abandonar el pueblo nos detenemos delante de una tienda de electrónica. Pablo echa un vistazo a los reproductores de mp3 que hay expuestos en el escaparate. ¿Quieres que compremos uno?, le pregunta Eduardo. Pablo niega con la cabeza. ¿Y perderme los chistes del chiflado ese? ¡Ni de broma! El Camino de Santiago nos brinda la oportunidad de reconstruir pausadamente nuestras vidas. Recuperamos los mecanismos del diálogo que durante tanto tiempo habíamos olvidado. Las conversaciones entre nosotros dejan de ser una zarza. Santiago de Compostela está cada vez más cerca.

DURANTE EL VIAJE tuve oportunidad de sacar un ciento de fotografías, pero la que enmarqué y preside la mesa de mi despacho es quizás la menos previsible. La fotografía a la que me refiero, mi favorita, fue sacada por un camarero en una marisquería de la Rúa del Franco. En ella aparecemos los tres juntos. Pablo, sentado entre su padre y yo, sostiene un centollo sobre la cabeza y pone cara de susto, como si le estuviese atacando una araña gigantesca. Retrata la payasada de un adolescente. Una ocurrencia que dos padres fatigados celebran con una sonrisa benevolente.

Eso es lo que hace extraordinaria esta fotografía y que resume además el espíritu de nuestra aventura. Conservo una docena de fotografías en la que aparecemos los tres rodeados de paisajes maravillosos. Cualquiera merecería ocupar este lugar de honor en mi mesa, pero en ninguna de ellas se atisba como en esta el afloramiento de algo profundo, la premonición de que las barreras creadas por el prolongado hábito del recelo y la incomunicación comenzaban a resquebrajarse.

Han pasado cuatro años desde entonces. Tiempo suficiente para vivir altos y bajos, alegrías y también algún que otro sinsabor. El saldo, en cualquier caso, es positivo. A veces, cuando el olvido de lo que realmente es importante se cuela de rondón por mi cabeza o simplemente me tienta el pesimismo, cojo la fotografía y me quedo mirándola un buen rato. Un adolescente haciendo el ganso con un centollo en la cabeza. Sólo eso.

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