Amapola (1º premio 2003)
Añadido a favoritos ImprimirDescripción
Sentada después de un largo descanso en una cama que desconoce, se levanta... busca la hora como si no supiese que por más de 30 años no ha llevado un reloj en la muñeca. Su largo pelo lleno de canas blancas y grises cubren su cuello y su espalda. De nuevo en un cuarto con muebles que no le pertenecen, una ciudad y un país lleno de recuerdos viejos. Madrid, España.
La hora es importante sólo porque tiene que tomar el tren a Pamplona. Casi han pasado 35 años y Madrid continúa vibrando, el metro sigue lleno de personas que van al trabajo o de turistas buscando museos o un hostal donde quedarse, los comercios continúan cerrando al medio día sin cuidado alguno de que alguien quiera almorzar o comprar una tarjeta postal.
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Su figura, aunque la de una mujer vieja, todavía muestra haber tenido la energía de una joven sensual, con ojos y piel canela, un lunar en la mejilla izquierda que la diferenció siempre de las chicas de su escuela y una sonrisa deslumbrante que reservaba sólo para aquel que ella encontrara digna de verla. Amapola toca el sencillo collar que lleva puesto para asegurarse de que la medallita azul de la Virgen de los Milagros, la cual no se ha quitado desde aquel julio de hace 35 años, continúa adornando su cuello. Al tocarla como suele hacerlo varias veces al día, se llenan sus ojos de lágrimas, ya que inmediatamente su mente es bendecida por la visión de un cabello rojizo y unos ojos color café enormes que le bañaron de amor un mes de junio en Roncesvalles, camino hacia Santiago de Compostela; la medallita azul simboliza aquel amor.
Amapola ve a su derecha el cuaderno color gris, anteriormente negro, con las páginas casi deshiladas, como si los años a propósito las hubieran arrancado una por una. Curiosa. Curiosa lee una vez más la entrada de su diario, que figura así: Nueva York Junio 2, 2002. "Ansiosa por empezar a caminar y estar sola durante mi camino, me he cortado el cabello. Necesito no atraer a nadie para que no me distraigan de mis metas. Tengo las siguientes preguntas que resolver: ¿Por qué quiero caminar? ¿Quién me acompaña? ¿Qué pienso descubrir? y ¿Por qué estuve en una relación en la cual no estaba satisfecha? Además me gustaría evaluar y pensar en lo siguiente: Cómo mejorar mis relaciones con mis amigos, con mis viejos y mis hermanos, evaluar y descubrir la relación conmigo mismo y como puedo mejorarla, aclarar lo que quiero hacer en un futuro, seguir practicando leyes o seguir mi pasión de querer de una u otra forma mejorar un poco el mundo".
Al terminar de leer, Amapola sonríe, pues esas preguntas a las cuales les buscaba respuestas ansiosamente y las cosas que figuraban como su meta, todavía siguen como preguntas sin respuestas y metas sin realizar. "Ah, la vida"... Amapola decide levantarse. Al verse en el espejo se da cuenta que el brillo de sus ojos ha sido reemplazado por una nube de tristeza y una aguacero permanente al lado izquierdo de ellos. "Estoy muy vieja para esas cosas" exclama esperando una respuesta afirmativa, ¿pero de quién? Tal vez del viento o tal vez como de costumbre, de muy dentro de si misma. Al igual que las olas llevan las barcas hacia la orilla del mar, Amapola se deja llevar hacia otra entrada de su viejo diario, recordando: "Desde el primer momento en que lo vi sentí una sensación familiar. Sentí que mucho antes lo había visto... y que me esperaba. Siempre, siempre me esperó. Sin saberlo, me esperaba en Roncesvalles, y luego durante el Camino, cuando a veces se adelantaba, me esperaba antes de entrar a un albergue, a la vuelta de una calle, en medio de unos cipreses, en la cima de una montaña, enfrente de una iglesia, al lado de un río o simplemente al pie de una flecha amarilla. Su nombre, Jerónimo. Jerónimo llegó a mi vida como parte del Camino; de la forma en que encontré el palo que me acompañó hasta Finisterre, Jerónimo y yo caminamos juntos hasta el final, hasta Santiago de Compostela.
Comencé el Camino sin querer atraer a nadie. Mis preguntas y el estar conmigo misma eran lo más importante, pero muy pronto me di cuenta de que el propio Camino son las personas que lo caminan; el sendero que seguimos a través de las flechas amarillas es solamente el vehículo que nos lleva para alcanzar muchas metas personales, que varían entre razones de atletismo, promesas de amor a seres queridos, razones de olvido, deseos de conocer a otras personas o simplemente encontrar sin buscar. Para mi suerte, me di cuenta de que Jerónimo no era simplemente una distracción, que era algo más que eso. Al principio yo luché contra el destino, ya no quería ser distraida de mis metas y de mis preguntas, sin embargo pronto aprendí a quererlo y a descubrir que él era parte de mi Camino y que lecciones valiosas surgirían al estar con él. De esta decisión no me arrepiento ni un minuto.
Jerónimo y yo caminamos hasta cada pueblo muy despacio, nadando en el aroma de las flores, preguntándonos de vez en cuando la razón de nuestro encuentro, no sabiendo el nombre del siguiente pueblo, cómo sería la dificultad del Camino ese día, tampoco sabíamos si sobreviviríamos juntos al trayecto de más de 600 kilómetros o si al finalizar el Camino sabríamos del uno o del otro. De vez en cuando, preguntándonos como él siendo de Francia y yo de El Salvador, podíamos, en lo que pareciese un instante y una vida a la vez, formar una conexión llena de amor, de risas y de conversaciones largas, de silencios cómodos y de una forma de amar llena de regalos en forma de flores, de notas sostenidas por rocas, de mensajes escritos en la tierra del camino, de miradas dulces que comunicaban el canto de nuestros corazones. Las preguntas sin respuestas concretas para mí suelen ser las más bellas, especialmente en esta ocasión.
Junto a Jerónimo aprendí a ser yo misma más que nunca. Nos reímos como chicos de la escuela, aprendimos a disfrutar de nuestras personalidades y a querernos aun cuando quería yo empujarlo de la montaña de O Cebreiro o de una colina de Saint Jean Pied de Port. Lo que el Camino tenía preparado para mí eran incalculables lecciones de amor. Aprendí a ser abrazada cuando tristemente no sabía como aceptar cariño, aprendí a recibir regalos tan simples y tan gloriosos como las amapolas que dejaba en el suelo como obsequios de amor, aprendí a que el hombre con quién yo quiero estar verá primeo mis ojos y a través de ellos mirará mi alma antes que mi aspecto físico. Aprendí a dejar mi ego en los montes del Camino y a buscarlo a él aun cuando quería que me buscase a mí. Y sí, me buscó. Me buscó y me habló, me dijo siempre que me quería, me lo dijo siempre con palabras, pero más que nada me lo dijo con sus acciones y con sus ojos, esos ojos que nunca dejaron de verme.
Lo que aprendí en el Camino fue la lección más hermosa: el amor. Conocí el amor a primera vista. Me embadurné de sus caricias, de sus sonrisas y de sus lágrimas. El Camino me puso el amor como lección principal. Yo, que era lo último que buscaba, fue lo primero que encontré. Recuerdo que en una de nuestras peleas, la única vez que se fue delante de mi sin yo saber si me esperaría o no, ocurrió, después de bajar la montaña de O Cebreiro. Lo deje ir, caminé sola ese día, y en mi camino encontré un lazo blanco, un ramo de flores y una botella de agua. A la entrada de Vega de Varcálcel, pensando yo que él estaba allí, no quise quedarme, pues no quería verle y algo me faltaba para el próximo pueblo. En mi camino encontré un ramo de amapolas sostenidas por una piedra y me di cuenta de que sí, de que me esperaba en Ruitelán. Recuerdo que mi corazón palpitaba fuerte al verlo, y más que nada recuerdo sus ojos y lo mucho que vi en ellos, y que hasta ahora están grabados en mí, como lo está la noche que dormimos afuera, acompañados por la espléndida luna en el Arroyo de Sambol, o la primera vez que los vi en Roncesvalles o en la iglesia de San Juan de Ortega, cuando mirándonos compartimos casi una experiencia religiosa. Sus ojos café llenos de lágrimas, llenos también de mucho ego y de mucho orgullo, pero cubiertos de amor y de arrepentimiento nunca los olvidaré.
Amapola, limpiándose una que otra lágrima, dice que es hora de irse, es hora de arreglarse para tomar el autobús hacia Pamplona y luego hasta Roncesvalles. Se levanta, usa como de costumbre su vestuario negro, recoge su cabello en un moño y se larga. Mientras viaja en el autobús, recuerda Amapola el adiós. Recuerda que con Jerónimo caminaron aun más despacio los últimos 200 kilómetros para alargar de una forma y otra el camino que compartían juntos. Sabía Amapola que llegar a Santiago significaba más que el final del Camino, significaba que el amor de Jerónimo y ella moriría como mueren las mariposas al dar a luz. Y así sucedió, ambos habían estado de acuerdo en no decir la palabra "adiós". Él le diría que iba a tomar café y a comprarle magdalenas como solía hacer todas las mañanas, y ella lo esperaría. Esa mañana, cuando Jerónimo dijo que iba por magdalenas ambos se abrazaron sin decir adiós y lloraron. Compartieron un abrazo y un fuerte beso, como solían hacerlo bajo el sol ardiente entre Navarra y León, o cubiertos por la lluvia del camino de Ligonde, o disfrutando del amanecer saliendo de San Juan de Ortega camino a Burgos, o el amanecer el Monte del Gozo hasta Santiago. Ambos sabían que si nunca se volvían a ver, aquel amor incomparable que compartieron, duró una vida y un instante, y jamás sería reemplazado o repetido, y de esto, Amapola se sentía feliz.
Amapola llegó a Roncesvalles, donde no había estado en más de 35 años y donde había prometido estarlo en esa fecha y hora. Al llegar recuerda tiernamente lo bello que fue amarle. Entra a la capilla y, como de costumbre, se sienta en el último banco, y en vez de pedir, escucha. Unos instantes después siente como el viento azota en su lado izquierdo; sin levantar la cabeza, espera... una voz familiar, acompañada por una caricia estremecedora, cubren el momento y su corazón. Sin necesidad de abrir sus ojos o de preguntar quién es, Amapola, suspirando, dice: "Siempre fuiste como agua en mi desierto". Jerónimo tomó asiento a su lado, agarró sus manos y besa ambas dulcemente diciendo: "Te esperaba... como siempre te esperé".
Brooklyn, Nueva York, noviembre, 11, 2002. Se escucha el sonido de un despertador. Lentamente Flor se levanta y piensa: "Qué sueño tuve, soñé que caminé por el Camino de Santiago, me enamoré de un chico francés llamado Jerôme, y en mi sueño estaba vieja recordándolo aún". Flor camina hacia el cuarto de baño después de recoger su cabello, lava su su cara, levanta su mirada hacia el espejo y de repente se le oye decir: " ¿Y esta medallita azul?"