El gozne (1er premio 2004)
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Ahora sé que toda la angustia, la desesperación y el desánimo se pueden condensar en el chirrido del gozne de una puerta. Lo mismo que en el principio toda la energía estaba concentrada en un punto.
La puerta la cerró J tras de sí, en aquella habitación de una fonda en una ciudad del Camino, una madrugada de primavera. Habíamos llegado tarde y sin sitio en el refugio, alojamos allí los restos de mi mismo, que aun quedaban en pie. Días atrás, al empezar, habíamos acordado que si uno no podía seguir, el otro seguiría sólo sin esperar. Él, a indicación mía, honró su promesa. Con la misma cadencia con que sus pasos se alejaban, crecía en mí una sensación de vacío absolutamente corpórea. Conforme el día echaba a andar sus luces, una oscuridad creciente me cercaba, y una insoportable sensación de fracaso se alojó en mi corazón. Tenía los pies deshechos, y el alma a punto de partirse.
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Quise dormir y no pude, quise levantarme y mis músculos no respondían, quise no pensar, ¡Imposible!, mi cerebro, como una noria lenta, iba lanzando con cada cangilón una pregunta a la que no sabía o no podía responder ¿Cómo te has metido en esto?, ¿Qué es lo que te ha impulsado a venir?, ¿Cómo has podido arruinarte los pies en solo dos días?, ¿Qué vas a hacer ahora?, ¿De qué sirve todo el sufrimiento?, ¿Qué pensarán de ti cuando vuelvas vencido?. Mi cuerpo, inmóvil en la cama durante mucho tiempo, no lo sentía mío. Mi alma vagaba en la celda aquella, tratando de encontrar una salida.
Abrí los ojos, me levanté y el espejo del baño me devolvió una cara desconocida y macilenta, que provocó un sentimiento de compasión ¡pobre hombre!. Tardé unos instantes en darme cuenta, ¡era yo!, tuve que contener mis deseos de volver a la cama y ocultarme, mejor atrincherarme entre las sábanas, como en el sitio de San Juan de Acre. Me quedé mirando fijamente los ojos, que reflejaba el espejo, fue un instante mínimo, una idea perforó mi mente: -¡Tengo que encontrar a alguien que me cure los pies!-. El objetivo era claro, huir con más facilidad, una vez más. La idea no me resultó desagradable, y me dio una salida, hizo posible romper el círculo en que me hallaba perdido.
El reloj indicaba las once, debía dejar la habitación o quedarme otro día. Un día más me daba un respiro, al tiempo que posponía la solución definitiva, lo decidí rápidamente. Una salida honrosa parecía posible.
La calle me recibió hostil, metida en aguas y fríos. El puesto de la cruz roja me despidió sin soluciones, pero con una sonrisa, ellos no estaban autorizados a pinchar. La medicina ambulatoria me hizo pensar en la incompetencia, ¿Cómo personal formado parecía impotente frente a unas llagas, que debía ser sencillo tratar? Me dieron tratamiento sintomático, analgésicos y un:
- ¡Vuelva usted mañana si quiere... pero lo mejor seria que se vuelva a casa! - Dijo la enfermera.
De vuelta al hotel, quinientos metros y media hora después, los pies estaban igual o peor que por la mañana. El resto del día lo pasé escondiéndome de mi mismo, dormitando, posponiendo decisiones e imaginando salidas airosas, que en mi sugestión llegaba a creer heroicas. Por la noche el espejo volvió a reclamar mi atención, no se cuanto tiempo estuve frente a él, posiblemente mucho, lo que si sé, es que tuve la extraña sensación de que me veía desde fuera, como si mi reflejo fuera el fiscal en una causa contra mi mismo. Resultó ser un fiscal extraordinario, ¡lo sabia todo de mi! Su objetividad era fríamente espectacular, su exposición brillante, transmitía seguridad. Yo era mi propio abogado defensor y no estaba a la altura, no conocía casi nada de mi mismo, atenazado por mis propios prejuicios, perdido en mis lugares comunes, inseguro y balbuceante, era incapaz de neutralizar sus contundentes argumentos. Estaba claro ¡Iba a volver a casa sin honor!, empezaba a resignarme ya a la pena. Había aguantado todo el proceso con la cabeza alta y la mirada fija.
Ahora sé que estaba a punto de comprender. En ese momento una idea llenó mi espíritu, como la primera imagen de una película la pantalla de un cine - ¿Porqué no lo intentas? -. No sé de donde vino ni me importa, allí estaba retándome, sin saber muy bien que hacía recogí el guante.
En las noches de invierno, habíamos teorizado mucho acerca del Camino de sus razones, objetivos, causas, efectos. ¡Que demonios! estaba en la hora de la verdad. Ya era de día, recogí mis cosas, aguanté el dolor, bajé y pagué el hotel. Bajo una fina lluvia me dirigí al ambulatorio, sin convicción alguna, como buscando un alivio transitorio, o quien sabe quizá una ultima posibilidad de huida. No estaba mi amiga del día anterior, en su lugar un hombre maduro y con gesto serio, me preguntó secamente que me pasaba. Lo comprendió mejor cuando me descalcé, luego me miró a los ojos. Esbozo un gesto de comprensión, -¡Pero alma de Dios! ¡Si es tan fácil!-.
Era ATS y caminante, peregrino de Setiembre o Febrero, que no de Junio. Me enseñó, resolvió mi problema. Pronosticó un viaje de penuria pero posible, de esfuerzo con recompensa. Salí directo a la calle, con los pies y el alma remendados, a pelear el Camino que me había sido dado.
El fin de esa etapa, caminada más con la voluntad que con las piernas, me recibió con un vaso de vino y unas sopas, unos pies en mejor estado de lo que yo hubiera profetizado y un albergue lleno de ogros. Las fuerzas y la moral justas, dolores todos, pero la íntima satisfacción de haber elegido la senda de la izquierda, la del compromiso, la más difícil.
Los días siguientes se convirtieron en una carrera contra mi mismo, mi físico maltratado, el mordisco continuo de las llagas, las nieblas que envolvían mi espíritu, la obsesión por llegar. Me había dado la pájara a la mitad del puerto y la única meta era llegar arriba, no importaba el resto de la carrera, no importaba la marca, sólo llegar. Mi vida se me iba en ello.
Para ser sincero sólo recuerdo los detalles más relevantes de aquellos días. El café o lo que fuera que me quitó instantáneamente el dolor en aquella humilde choza de los Montes de León. Belcebú, con forma de pastor belga negro como la noche, que quería jugar con mis carótidas. Aquella ampolla infectada que dolía casi tanto como un mordisco del demonio aquel. La ropa permanentemente mojada. La mochila llena de costumbres inútiles. La cabeza siempre llena de dudas y miedos. Los pies, como la capa de un tuno, cosidos con hilos de todos los colores. Los días sin desayunar en esa querida Galicia, tan desprovista entonces de bares y tiendas. Aquella carretera nacional que me veía incapaz de cruzar debido a mis menguadas fuerzas. El paseo de vértigo por el arcén de la N-VI, en ruta hacia el torturado valle de Valcárce, jugándome el bigote en cada curva, entre turbonadas de agua sucia, viento y el vacío mortal de los camiones. El albergue lleno de ratas en Ponferrada. El tiempo infernal en el Cebreiro, con un albergue sin calefacción ni luz.
Seguramente aquel Camino fue mejor de lo que recuerdo, pero si se me pidiera contar el viaje no podría o lo haría en los términos que aquí lo he hecho. Mis notas fueron, como los Evangelios, encontradas tiempo después de haber sido escritas y revelan bien poco de lo que se hubiera esperado de un viaje como aquel, y además narrándolo de un modo diferente, porque hablan de dolor y frustración, de caer y levantarse, de aceptar las miserias y reconocer las virtudes, de locura y cordura, son mas garabatos de psicoanalista que diario de un viaje al uso.
Afortunadamente mi autoconfianza mejoraba más rápido que mis pies, había intuido muchas cosas y había aguantado sin escapar, ¡como un hombre!, al fin y al cabo el final se acercaba. El tiempo pasó, el paisaje fue cambiando, caras desdibujadas salían y volvían a entrar en la niebla, y yo, como una sombra, avanzaba silencioso tratando de que ni mi destino se diera cuenta de mi existencia. De repente una mañana apareció ante mí un rótulo: SANTIAGO 27 -¡Ahora sé que llego!- me dije -¡A gatas, reptando, o como sea, pero llego!-. Caí de rodillas en aquel arcén. Dos lágrimas, estas de felicidad, fueron a unirse con todas las demás, calladas, disimuladas y escondidas, para celebrar la proximidad del objetivo: Fue mi primer Monte del Gozo. Por primera vez, ese día, dormí a pierna suelta en el último refugio. Me preparé para conseguir mi sueño al día siguiente.
Santiago, la bella ciudad mítica, me recibió indiferente y acostumbrada, tanto como el canónigo que se cruzó conmigo entrando en la catedral. Pero no me importaba, ya había llegado ¡ah llegar a la ansiada meta!, subiría a lo alto del podio con mi maillot de color caqui, vencedor de mi mismo, a recibir mi premio, o eso creía yo.
Efectivamente, subí a lo alto del Camarín, el abrazo al santo, símbolo final de la peregrinación, allí estaba la culminación de mi sueño. Me acerque a la figura, la hornacina revelaba tras de él, la nave mayor con el pórtico al fondo, desde la base de la columna el Maestro Mateo me miraba intensamente y yo le sostuve la mirada. El busto me devolvió un abrazo de tacto metálico, y la nave se transformó en una entraña oscura, que como a Jonás la ballena, me tragó en un instante. ¡Qué sensación más diferente de aquella que había imaginado! Murmuré un rápido y sincero gracias, deshaciendo el abrazo.
Todavía hoy me envuelve aquella oscuridad que no atenaza, ni ahoga, que es familiar. Ahora sé que nunca me libraré de ella del todo, pero no me importa. Son mis propias galerías, que trato de recorrer a la luz del carburo, algunas me resultan ya estancias habituales, otras siguen siendo un laberinto. De vez en cuando tropiezo alguna luz cálida, que se cuela desde el exterior, sin que sepa muy bien cómo ni por donde: ¿Cómo calificar sino a J hermano del alma y a L mi alter ergo, o Clemente el mago manco, la dulce hospitalera de Tardajos cuyo nombre olvidé. Mariluz que es la hospitalidad hecha persona, he vuelto varias veces a darle las gracias. E todo coraje, H rescatado de si mismo, A divino impaciente, o S mi libro de cabecera?. Y tantos más que he ido encontrando estos años en el Camino y fuera de él. De todos aprendí algo, todos me regalaron algo.
He aprendido a tolerarme, a contar más de mil muchas veces, a despedirme de lo inútil, a concentrarme en lo esencial, a buscar la sencillez. Soy ahora más consciente de lo mucho que aún me falta.
El proceso ha sido largo y no fácil. Y tengo que decirte amigo que me lees, que en estos trabajos sigo. Confieso sin rubor que he obtenido más de lo que ofrecí.
Finalmente por primera vez, he podido compartir lo aprendido, dar en lugar de recibir. Por eso este año colgaré la Compostela, por única vez, en un lugar discreto de las paredes de mi alma. La primera y todas las demás se fueron al olimpo de los papeles inútiles, que en el solsticio de verano se depuran en el fuego que todo lo redime.
El próximo año presentaré mis credenciales y me contentaré con un simple saluda del señor Obispo. Porque el premio ya va conmigo. Por fin ya sólo me parará el mar, Camino infinito.
Ahora sé que salgo al Camino cada mañana y que trato de andarlo con rigor.
Ahora sé que desde entonces soy más infeliz, según la convención tradicional, pues camino en el sentido contrario a la mayoría, pero alegre de saber que ahora lo sigo en el sentido verdadero y en el verdadero sentido.
Ahora sé que el Camino del Conocimiento nunca ha sido fácil. Por eso me basta saber que lo sigo, me basta saber que estoy más cerca de la Felicidad de lo que nunca estuve. Me basta con volver de vez en cuando a seguir aprendiendo, y a compartir humildemente lo que aprendí.
Ahora sabéis que me encontrareis en cualquier cruce del Camino, con cara de póquer, tratando de echarle un órdago al azar, para averiguar la senda a seguir.
Ahora sabéis, que suspendido en mi memoria, sigue desde hace tiempo, el chirrido de un gozne, que hizo mover lo que parecía inamovible.
AHORA SABEIS QUE EL CHIRRIDO DE AQUEL GOZNE, NO ERA DE AQUELLA PUERTA.
Mediterráneo Julio de 2003