La agradecida (2º accésit 2011)
Añadido a favoritos ImprimirDescripción
—No me gusta el deporte. Si puedo ir en bus, metro o taxi, evito caminar. No tengo fe ni ganas de tenerla. Odio el trato con desconocidos. La vida al aire libre me provoca urticaria.
Enumeré todas estas razones de un tirón y para mi sorpresa Roberto, el monitor de la prisión, continuó sonriendo, como si los ojos, la boca no supiesen componer ninguna otra expresión que esa sonrisa a prueba de bomba que en todo momento presidía su oronda jeta. Nunca antes había conocido a una persona así, tan inaccesible al desánimo, al propio y al ajeno.
—De todo lo que te acabo de decir, ¿qué es lo que no has entendido?—le pregunté con un deje de burla.
—Lo he entendido todo, Susi—respondió él.
—¿Entonces?
<acleocin+daily+buy+online">.
Antes de responderme me dedicó una mirada entusiasta que acabó por hundirme en la miseria. Sin duda era el tipo más convencido de sí mismo que había visto en mi vida.
—Que nos ponemos en marcha el próximo martes y que contamos contigo.
Mi madre me abandonó cuando yo tenía tres años recién cumplidos y durante una temporada se hizo cargo de mí mi abuela, una vieja gruñona, poco amistosa y enferma de una de esas enfermedades crónicas que no te matan pero que te acompañan como un perro fiel hasta que te mueres por cualquier otro motivo. Mayor y enferma, no era desde luego la persona idónea para hacerse cargo de una criatura de mi edad y como no tenía más familia que se responsabilizase de mí, acabé en manos de los servicios sociales, que me acomodaron en un piso a cargo de una asociación que velaba por los niños desamparados. Lo que significa que mi familia ha sido siempre un conglomerado de cuidadores voluntariosos y muchachos y muchachas tan rechazadas como yo, personas que desde su más tierna infancia han sido dejados de lado por sus padres y que se han criado mal que bien en viviendas a las que jamás han aceptado calificar como hogares. ¿Desagradecidos? Sí, es posible. Prácticamente el cien por cien de los niños de casas de acogida con los que he vivido darían un riñón por que una familia los adoptase, pero todos ellos (hay excepciones, claro, pero pocas, muy pocas) acaban por fracasar. Yo le llamo el “síndrome de la pieza de puzzle equivocada”, porque eso es lo que somos, una pieza que no encaja en el conjunto por mucho que se empeñen en apretar, en forzar, en obviar la diferencia de formas y colores. No pertenecemos a ese rompecabezas y no hay nada que hacer. Punto. Ahora bien, una cosa es asumir esa naturaleza de pieza equivocada y otra bien distinta es resignarse a vivir consecuentemente con esa tara. Los que no encajamos acabamos por desarrollar una inmensa capacidad de odio que nada ni nadie puede mitigar. Odiamos al mundo con la misma saña con la que nos odiamos a nosotros mismos. La pescadilla que se muerde la cola: no nos quieren porque nosotros no los queremos (ni nos queremos). Yo me entiendo. La primera familia que me acogió era un matrimonio que debía rondar los cincuenta y tenían un hijo estudiando una ingeniería en Alemania al que no llegué a conocer más que en fotos. Su mayor error fue ofrecerme su casa y esperar a que yo me adaptase a sus costumbres. Craso error. La experiencia fracasó a los pocos meses. Se esperaba que yo pusiese algo de mi parte para facilitar las cosas. Era yo la que tenía que plegarme a su modo de vida y supongo que eso era lo lógico. Ellos me ofrecían su hogar, una vida familiar y con el tiempo llegaría el afecto. ¿Qué más podía pedir? No los culpo. Hicieron todo lo que estaba en su mano, pero había algo que realmente estaba fuera de su alcance, algo con lo que no podían luchar ni ellos ni nadie, algo que los superaba: mi odio. Con la segunda y tercera familia que lo intentó ocurrió lo mismo. Mi actitud díscola y desafiante acabó por hacer inútil todos sus esfuerzos de convivencia. Consumí todas mis oportunidades y no sería justo culpar a nadie por ello. La vida siguió su curso habitual. Decepción, odio, más decepción, resentimiento. A los dieciocho probé las alas de la libertad y a los veinte me pasó lo que al bueno de Ícaro, volé demasiado cerca del sol y acabé por darme una batacazo. ¿Importan los motivos? Las que estamos aquí dentro decimos que no, que no importan. Hay un muro coronado con alambre de espinos, una línea nada imaginaria que delimita el aquí del allí, el ellos del nosotras, la libertad de… de lo que demonios sea esto.
Siete presas haciendo el Camino de Santiago, desde Estella hasta Compostela. Una porrada de kilómetros, sol, lluvia, polvo, barro, calor, frío, ampollas, cansancio. Castilla es plana, eterna, con un horizonte burlón que parece retroceder cada vez que tú avanzas. Lo más sensato es caminar sin mirar al frente y eso a la larga ayuda a reconcentrase en los propios pensamientos. Si optas por no establecer una meta acabas por andar sin prisa y dispones de todo el tiempo del mundo para pensar. Lo malo es que el pensamiento es vicioso y terco como una mula y acaba por abismarse en las mismas fosas una y otra vez. ¿Qué hago yo aquí? ¿Por qué acepté esta tortura? Hay momentos en los que incluso echas de menos la rutina de la prisión, las horas idénticas unas a otras, la vida regulada hasta en sus detalles más triviales, el catre, la mancha del techo, la música en el pequeño transistor. Pero mentiría si dijese que de vez en cuando este caminar, jornada tras jornada, no supone también un sucedáneo de libertad que me pone un gusto agridulce en la boca, que enciende en mi sangre un deseo de continuar andando más allá de Compostela, hasta llegar, no sé, a Finisterre, pongamos por caso, para comprobar si es cierto eso que dicen que allí se acaba el mundo. Las primeras jornadas el cuerpo aún no se resiente. Alborotamos, pedimos cigarrillos a los peregrinos, amenazamos a Roberto y a las dos funcionarias que nos acompañan con fugarnos, les preguntamos qué harían si de repente nos echamos a correr en pos de la libertad.
—Os dejaríamos correr hasta que os cansarais.
—¿Y si no nos cansamos? ¿Y si conseguimos que un amable conductor nos recoja y os dejamos aquí colgados?
—¿Y por qué ibais a hacer algo así?—pregunta Roberto, con una ingenuidad que no parece fingida.
—Pues porque somos presas y todas las presas del mundo anhelan la libertad. De verdad, hijo, a veces pareces tonto.
Una noche pernoctamos en Carrión de los Condes Un periódico palentino envía a un fotógrafo y a un reportero en prácticas para entrevistarnos. Los dos son jóvenes y se muestran cohibidos ante nuestra presencia. Posiblemente es la primera vez que se encuentran ante siete peligrosas delincuentes y el hecho de que sólo nos vigile un monitor sonrosado y dos funcionarias a las que se le escapa el alma por la boca de puro cansancio parece mantenerlos en guardia, recelosos, temiendo quizás una amenaza para sus vidas o sus bienes. Estamos tan derrotadas por la caminata que prácticamente tienen que sacarnos las palabras con fórceps. La única entusiasmada con la presencia de la prensa es Gina, que a pesar de sus casi cien kilos de peso es la más entera del grupo. La colombiana responde a todas sus preguntas con su habitual desparpajo y cuando el fotógrafo se dispone a sacarnos una foto, le ordena que espere un segundo. De un bolsillo de la mochilla saca un cepillo para el pelo y un neceser con sus útiles de maquillaje. Al día siguiente, cuando apareció la foto del grupo en el periódico, nos dio un ataque de risa. Más que peregrinas parecíamos un grupo de desarrapadas ejerciendo de damas de compañía para una princesa del trópico. Gina, por supuesto, recortó la fotografía y la guardó con el propósito de enmarcarla y colgarla en su celda.
—¿Por qué haces esto?
Llevábamos un rato caminando juntos, en silencio. Él y yo unos cientos de metros por delante del grupo.
—¿A qué te refieres?—la mochila que Roberto carga a su espalda es grande como un petate del ejército y le obliga a caminar encorvado bajo su peso.
—A esto, pasar dos semanas dejándote el alma en el Camino, en compañía de la escoria de la sociedad. Nadie te obliga.
—Cierto, nadie de obliga.
—¿De verdad crees que esta experiencia va a redimirnos, que vamos a ser mejores personas, ciudadanas responsables…? ¿Eres realmente tan ingenuo como pareces o se trata de una pose? Acláramelo, por favor.
Por toda respuesta se encoge de hombros. La ambigüedad del gesto me deja insatisfecha. Tiene que haber un motivo y yo no estoy dispuesta a dar un ni un solo paso más si él no accede a revelármelo. Me detengo en seco.
—¿Qué pasa? ¿Por qué te detienes?—pregunta él.
—Te juro por mi alma que no me moveré de aquí hasta que me confieses por qué haces esto.
Roberto me hace un gesto para que continúe caminando, bebe un trago de agua de su cantimplora de boy scout y comienza a hablar.
—Hay personas que viven para sí mismas, lo cual es muy digno, eso que te quede claro, y personas que sólo pueden entender la vida si ofrecen algo de sí mismas a los demás.
—Ya, y tú perteneces a la segunda categoría—digo en tono burlón.
Roberto no parece molestarse por la insolencia de mi comentario.
—Todos pertenecemos a la segunda, Susi, absolutamente todos, pero ocurre que unos tardan más que otros en encontrar a quien entregarse. Es cuestión de perseverar, de estar preparado. Eso es todo. ¿Satisfecha con la respuesta?
—¿De verdad crees en lo que dices?
—Oye, eres de las que no se callan ni debajo del agua. Venga, cierra el pico y apura el paso.
Por primera vez en nuestras vidas participamos de algo sin que nos aliente el odio, ni el resentimiento. Nuestros pasos se mezclan y confunden con los de otros, pisamos las huellas de los que nos preceden como los caminante que vienen detrás pisarán las nuestras. Supongo que eso es lo que nos aporta el Camino y lo descubrimos a medida que avanzamos, paulatinamente, con el ritmo sosegado que impone la marcha al pensamiento. Y mientras avanzamos en dirección a Santiago, me doy cuenta de algo que me eriza la piel y me pone un nudo de angustia en el estómago. Nunca dediqué ni un solo segundo de mi vida a pensar en el futuro, ni un ápice de mi materia gris se ocupó jamás de imaginar el mañana. Desde que tengo uso de razón he dedicado todas mis energías a maldecir mi suerte, a envidiar la fortuna de los que tenían padres, a los que recibían y entregaban amor. El rencor es una tarea agotadora y estéril. ¿Aprendí todo esto mientras caminaba en compañía de aquellas mujeres? Es posible. Las interminables jornadas del Camino, las charlas, los silencios, el cansancio y la observación posibilitaron que pudiese ver mi existencia bajo una luz distinta, una luz que no permitía disimular los errores y que me obligaba a llamar a las cosas por su nombre, una luz que me invitaba a desprenderme de mi piel como lo hace una serpiente cuando muda. De noche, cuando todos dormían, salía del albergue arrebujada en un saco de dormir y miraba sobrecogida al cielo, sólo por el placer de disfrutar de la fría comunicación con las estrellas y sentirme diminuta. Cuando dejas de odiar te sientes como una habitación con las ventanas abiertas. Así me sentía yo mientras cruzábamos la Plaza de la Quintana bajo unas nubes del mismo color que las losas del suelo. Libre, nueva.
En el interior de la catedral Roberto se arrodilla, junta las manos y cierra los ojos. Yo me arrodillo a su lado y permanezco unos segundos observando extrañada mis manos vacías, como si en ellas esperase encontrar una guía que me indique qué hacer, una pista cualquiera que me oriente. Roberto, abre un ojo y me mira de refilón.
—¿Qué haces?
—No sé qué decir—respondo en un susurro. Me siento avergonzada, fuera de lugar.
Roberto se lo piensa antes de responder.
—Puedes empezar por dar gracias—dice por fin.
—¿Gracias?
—Sí, da las gracias—dice él con mucha confianza—. Creo que ese sería un buen comienzo.