Pallozas entre la niebla (1er premio 2010)
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Era aún temprano cuando comenzó a desvelarse, y tras un par de intentos de continuar durmiendo, pues el cambio de hora había retrasado el amanecer según la vara de medir de los humanos, y con los ojos más abiertos que un búho real al acecho, tuvo que desistir e incorporarse bajo un peso envolvente. Conforme iba despejándosele la aletargada consciencia y presentándosele la amodorrada memoria, observó atónito el entorno en penumbras.
Pallozas entre la niebla
-¿Dónde coño estaré…?
.
Con el sistema receptor arrancado al ralentí, fue identificando el contexto en el que se hallaba y poniéndose en situación: literas, mochilas tiradas, ropas colgadas, mantas dobladas, frío, olor a enfrascada humedad invernal, ronquidos:
-¡Ah sí! Albergue de peregrinos, Camino de Santiago… Estoy en Vega de Valcarce y hoy toca subir el mítico Cebreiro… Qué bueno ¡Vamos allá con un par!…
Ni sabía los días que llevaba en el Camino. Se desembarazó del saco de plumas más dos mantas de refuerzo y le sobrevino un destemple que le hizo vestirse tiritando y rayando un frenetismo enloquecedor. Si no se calzó los pantalones por la cocorota y al revés, y si no se enfundó los calcetines en las orejas y no se encasquetó la térmica por los pinreles fue de pura chiripa.
La cocina, igual que el baño, parecía haber sido decorada por Anastasia Ruiz de la Pradera, y allí estaba el tirolés sentado a la mesa en la misma silla, colocado en la misma postura, y afanándose en liarse, diríase, el mismo canuto que la noche pasada: fino, tieso, cilíndrico, perfecto; una elaboración prodigiosa. Era inseparable del que le parecía su hermano mayor; cuestión que dedujo “sherlockhomesmente, elemental querido Watson”, porque éste vestía igualmente de tirolés pero con mayor sobriedad y con más clase y, además de acompañarle siempre, era calcado a él a escala aumentada a uno es a tres cuartos; si no estaba fumando con deleite, estaba liando con esmero. Y ambos actos los realizaba con la destreza, la diligencia y el subyacente sosegado arte con el que únicamente podía ser reservado a un renombrado miembro de la venerable estirpe “de los Grandes Flipados del Universo”, al menos desde el insondable espacio interestelar que abarca desde el oeste de la estratosfera boreal, a la vera de Andrómeda, hasta la más recóndita micro galaxia del infinito sideral, situada bastante más allá del río Pecos. Aunque no le entendió por las palabras, le pregutó si le molestaba el humo y si gustaba. Rechazó la ofrenda mientras se le dibujaba una sonrisa imaginándolo en la subida al Cebreiro más colocado que el hijo de un rey recién finalizada su carrera universitaria.
-I don´t smoking. In this way, only coffe, and sometimes wine… And the other cuestion: nothing de nothing.
El mala pécora del tirolés se desencajaba en carcajadas; así lo hacía ante cualquier comentario; todo le provocaba una gracia bárbara, como si el acto reflejo de reírse hubiera arraigado en su persona y permaneciera en él como un inevitable efecto secundario crónico... Remató la mochila y volvió al dormitorio a por el bordón. El tirolés mayor, el germano, la coreana y la pareja de amigos de Bilbao continuaban en sus literas. Se despidió del tirolés en activo, al cual envolvía una misteriosa neblina de penetrante y densa fragancia, que ni causada por el mismísimo botafumeiro de la catedral, y partió. El bar “El Cazador” se encontraba abierto y pudo desayunar en soledad…, hasta que apareció una legión femenina de estudiantes de bachillerato. Intercambió algunas palabras polemizando sobre estrellas musicales: afirmó apasionadamente que el Bisbal con sus ricitos de oro era un cantamañanas hortera y Julieta Benegas una musa divina. Y certificó lo mayor que se iba haciendo…
-Los de Bilbao no tenéis ni idea.
-Oye, un respeto, que yo tengo de Bilbao lo que tú de tirolesa.
Se lanzó a la intemperie. Le tentaba la sombría carretera, le envolvía el fresco, puro y naciente aire del valle del Valcarce; se insinuaban la siguiente encrucijada o el próximo puente; las piernas obedecieron a tan relumbrante llamada mediante un arcaico instinto y sin aguardar una orden del pensamiento. Comenzaría a llover o a nevar en cualquier momento pero no le preocupaba. Tuvo la desconcertante sensación de que no había pasado un año desde la última vez, sino que era aquel preciso instante anterior lo que justo volvía a revivir. La noción del tiempo se le traspapeló y pensó que se encontraría con aquel entrañable anciano que le acompañó en ese tramo. Sin embargo avanzó hasta Ferrería sin tropezar con nadie, excepto una ¿manada? de vacas de pelaje pardo y humeante que se recostaba en un prado licuado junto a la carretera. Llevaba días por el Camino como si se hubiera convertido en parte de él; se había deshecho de todos los lastres que le estorbaban y transitaba despreocupado por aquel mundo peculiar. Las ampollas, las llagas de los pies y del corazón se habían desvanecido a lo largo de Castilla a la vez que las últimas dudas: lo único que existía era el momento presente. No se había aferrado a compañía alguna, y el aislamiento y la ausencia de ruido le habían abierto a otro espacio infinito, en el que no se desenvolvía al son que tocaban las circunstancias y los acontecimientos exteriores, sino que él era quien controlaba la situación interviniendo directamente y guiando su devenir, extraña y óptimamente leal a sí mismo…, y todo era sencillo. Que llovía, pues que lloviese; que venía tormenta,… que viniese; que empezaba a cansarse, pues mira tú qué problema tan grave; eran esos inconvenientes con los que cargaba los primeros días y ahora había mudado a la trastienda.
En Herrerías comenzó a chispear, olía a fuego de leña exactamente igual que hacía un año, con la diferencia de que encontró que habían abierto un garito. Advirtió además, curioseando desde el cristal, el detalle de la chimenea encendida, y eso terminó de animarle a tomar un segundo café al calor del atrayente fuego. No había nada como, tras caminar en el frío, saborear el resguardo que, inesperadamente oportuno, brindaba el Camino y arrimarse a unas llamas prendidas en la leña.
-Un café solo, por favor.
A pesar de hablar ambos en castellano, el tabernero y él no se entendieron. Él no entendía al tabernero y el tabernero tampoco a él: le sirvió un cortado acompañado de una enorme madalena cuadrada; quedó en evidencia que no funcionó en este caso el milagroso don de lenguas del Camino que relata Álvaro Cunqueiro en aquel suceso en que un mendigo francés y una familia de la tierra se entendían comunicándose en sus respectivos idiomas. Quizá aún era pronto y había que probar donde se dio, en Triacastela. Si los brasileños iban entusiasmados con el esoterismo de Paulo Coelho y los alemanes con el humor de Hape Kerkeling, él llevaba como maestro guía al escritor gallego; por ser más del país pudiera ser; y buen conocedor de su Camino, que en algún punto dejaba las Francias, descendía a Puente la Reina acompañado del gorjeo del “txori” y el txistu de los vascones, y se adentraba paso a paso hasta las próximas xesteiras del Cebreiro.
Mientras se zampaba la madalena, entró un guía a la cabeza de un intrépido grupo de paseantes femeninas, dispuestas a acometer la cima del Cebreiro desde allí mismo.
-¡Mira! Un peregrino. ¿Desde dónde vienes? ¿Vas solo? ¿Y no te da cosa? ¿Y en cuántos días llegas a Santiago?
Respondió a sus preguntas, les cedió espacio junto al fuego, al que se abalanzaron como a un salvavidas, y se despidió. El agua del Valcarce, nieve derretida sin duda, descendía en caudalosos torrentes de espuma, conjuntándose con el verde del valle y los bosques repletos de líquenes. La subida había comenzado. Coincidió con un polaco, Guijam de nombre según creyó entender, y ahí sí funcionó el don de lenguas. Señalando sus piernas y con alguna palabra suelta comprendió lo que solicitaba. Sacó un trozo de papel, un bolígrafo y escribió: POLAINAS. Sin duda quería conseguir unas. Reanudaron juntos el ascenso. Tras el abandono de la pista asfaltada por un apacible sendero de tierra entre la espesura, comenzaron las rampas más ásperas, tramos fraccionados que se iban reorientando por empinados recodos en los que el polaco se detenía a recuperar resuello. Fue necesario apretar los dientes, doblar los riñones, hincar el bordón, y perseverar en el esfuerzo siguiendo el tosco reguero empedrado de la antigua calzada romana. Envuelta en una quietud de neblina, resguardada entre centenarios castaños, ataviada de retales musgosos y semi cubierta por remolinos de hojarasca, fue derivando a un enigmático contoneo más sosegado. Resultó un tramo tan mágico como efímero: inmediatamente se presentó la arcaica aldea de La Faba. Parecía deshabitada, pero le sorprendió una peculiar pareja cruzando la calle que le resultó familiar; él, un larguirucho melenudo, de barbas y redondeados lentes; ella, una muchacha menuda de cabello negro y rasgos orientales; tras saludarle con sorprendente naturalidad, subieron a una destartalada furgoneta hippy cargada de cachivaches prendados de reminiscencias pacifistas apropiadas para tributar homenaje al siempre contemporáneo y universal “Haz el amor y no la guerra”.
Un frío y altivo soplo perturbó el húmedo aprisionamiento con que un aire quieto lo había sorprendido en la profundidad del valle, allá donde gobernaba una alianza de gélidas aguas y perpetuos verdes, y ahora retozaba suelto, arrullando nuestro rostro en ráfagas glaciales y logrando que nos lagrimeasen los ojos. En pausada cadencia, motivada en parte por la ¿diligente? pendiente, traspasó la aldea con los sentidos alerta, a un paso que le permitiera irse despidiendo sin presentir un adiós, dándose tiempo a paladear la vetusta naturaleza invernal que surgía de esas casas de montaña. El entorno se despejó por fin, escenificándose las imponentes alturas y expandiéndose las vistas sobrecogedoras. Y allí se topó con los tiroleses. Formaban una sublime estampa surrealista: dos serenos bustos apoyados en un murete de piedras al borde del Camino, que en aquel punto era todavía el mirador a un Mundo desde el que podía intuirse el remoto reino de los celtas.
Los tiroleses le habrían sobrepasado mientras saboreaba el café en Herrerías. Con la mirada absorta planeando sobre aquel ámbito de montes, colinas, valles, nubes, cielos, vientos y nieves, el mayor de los hermanos sujetaba el sombrero contra el pecho, en respetuosa reverencia a aquel maremágnum que se extendía ante sus ojos; mientras el menor aprovechaba ese intenso estado contemplativo para saborear una de sus prodigiosas manufacturas humeantes
-I’ts very very wonderfull.
…tiroleses más propios de los Alpes estaban recostados en una ladera de brezo, leonés pero ya con savia gallega, dispuestos a rubricar con ¿sabia? gallega el largo periplo a Santiago. John Lennon y Joko Ono de luna de miel en la Faba, Guijan ascendiendo exhausto en pos de un par de polainas, y él, estimulada la inventiva, preguntándose si no les guiaría a todos la campana de Santa María de O Cebreiro, el olor del caldo gallego de la hospedería, el coraje de aquel pastor de Barxamaior, el “alalá” de un gaitero y el espíritu de Elías Valiña, que ahí pervivía.
Con sólo alargar la mano podría acariciar la franja de retama que se elevaba en todo el borde del sendero. El relieve caía a un abismo que se esparcía en el fondo de un zigzagueante valle rodeado de laderas de un tono oscuro en el que predominaban el rojizo y el verdinegro. Conforme huía hacia la lejanía en forma de sendero invisible por un vericueto trazado al azar, se iba elevando escalonadamente para reptar precipitadamente y diluirse cerca del cielo, mutado en un monte cuya blanca cima se erigía a la altura de sus ojos. Impulsado por el mismo viento que agitaba su capa, un tropel de plomizas nubes de vientre tenebroso se restregaba en feroz vuelo rasante.
-¡Ah!...bendito Camino de Santiago, donde todo es posible. O casi todo…, donde se refleja lo que a uno le gustaría proyectar desde su mente, su alma y su corazón.
La Laguna de Castilla, casas desmoronadas a punto de caerse, cedió el testigo a unas laderas cubiertas de nieve por las que la senda continuaba alzándose de un modo más reposado. Alcanzó un paso inapreciable, en el que atestiguó un muro de piedra a su derecha, y que presintió como el solemne pórtico natural que encierra un intangible contenido sagrado inmemorial Y de un entorno neblinoso surgieron, flotando, la pallozas de O Cebreiro engalanadas de blanco.