Camino de la Plata; Plata de oro.

Sevilla, España
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Descripción

Hay personas que contagian su entusiasmo por las cosas, y sobre todo por la vida. Mi amigo Jesús, “el Tali”, “el Striu”, es una de ellas.

Caminó por la Plata en Junio del 2.003, entre Sevilla y Salamanca, y se enamoró. Yo me enamoré entonces de sus palabras.

Seguí al teléfono su Plata como seguí la de Mudo, se llevaban unas pocas etapas. El siguiente en pisar la Plata y transmitirme su entusiasmo fue Manolo, “el Brother”. En los días en que yo me acercaba a Santiago y a Finisterra, siempre tenia al otro lado de las ondas una conexión platera.

Decir Tábara era decir Javier de la Fuente, “el Gurú”; y a partir de Salamanca, Pilar, “mi Hermana”, contaba y no acababa; aunque nunca me planteé llegar tan lejos.

En octubre, seguí la Plata de Javi “Marmitako”. Recuerdo de una manera especial el día 1 de noviembre de 2.003. Caminé por el Cami dels Bons Homes, Javier y “el Marmi”, se acercaban a Santiago; Jesús hacía una incursión de enamorado platero.

El día 4 de noviembre, en Madrid, Manolo me regaló la guía de la Asociación de Sevilla. La sabia que mi decisión estaba tomada. En la guía, algunas dedicatorias: “.... piénsatelo muy mucho...”, “... a por la guapa... ”, “... donde habita mi soledad...”.

I.- La importancia de tener amigos peregrinos.

 

A partir de entonces, navegué por internet y leí cuanto cayó en mis manos acerca de este Camino de Santiago, de este Camino de la Plata. No todo lo que leí me gustó; nadie transmitía el entusiasmo platero de mis amigos.

Asun, Tita Asun, también me habló de sus Platas; palpé sus recuerdos en forma de “guía del jurásico superior” con hojitas de árboles pegadas con esparadrapo, con anotaciones ininteligibles, con mucho cariño y mucho esfuerzo.

Santi, el de carne y hueso, intentó variar mi punto de partida para que tuviera tiempo de llegar a Santiago; no le hice caso, pese a que sus consejos siempre son incuestionables. Joan, el Trobador, esperaría a que llegara a Cáceres para hablar, ¡si es que llegaba!. Tampoco me faltaron los ánimos y consejos del experimentado Roberto, posiblemente el peregrino con más kilómetros en sus botas de todos los que conozco.

Las ampollas de Falcó Pelegrí me habían quedado grabadas en la memoria cuando él salió de Salamanca con Roser.

Pepe de Sevilla también había empezado su Plata; me chocó su crónica acerca de la masificación platera: su paciente espera en una fuente para que un rebaño de ovejas terminara de beber. De su experiencia, una cosa me quedó muy clara: Bajo ningún concepto iba a hacer de una sola tirada Cáceres-Cañaveral.

En marzo, Xabier “Aguila Real” se fue a la Plata. Sólo dos o tres personas sabían que yo ya había comprado el billete de avión a Sevilla para el dos de agosto en el mes de enero.

La primera vez que hablé con Xabier por teléfono, él estaba en la frontera entre Badajoz y Cáceres, no nos conocíamos personalmente, pero no importaba. Él temía especialmente por el calor con el que yo me encontraría y por la señalización, pues en Extremadura estaban instalando unos bloques de granito que podían parecer liosos. Sé que me llevó en la mochila de una forma muy especial.

En Semana Santa, el barcino Gregorio se fue a Sevilla; llegó hasta Mérida para continuar en agosto. Volvió cargado de información para mí, incluso una credencial sevillana con un par de sellos. No lo sabe, pero no me leí nada hasta que regresé, empezaba a estar saturada de información y me apetecía un toque de aventura.

Mucho más valioso fue tener a Gregorio al otro lado del teléfono cuando me hizo falta y sus constantes ánimos, especialmente cuando llegué a Aldeanueva del Camino jurando en arameo.

Incluso Tere “Tatona”, en su breve incursión salmantina-zamorana, me dejó un hito importante: Don Tomás.

En junio, Marc “Perillas” se fue a Sevilla, a por su Plata. Se sorprendió cuando le dije que tenía la recopilación de sus crónicas Plateras. Me las dedicó con cariño: “... crema, passarás prop de l’infern...” (“... quema,... pasarás cerca del infierno...”).

El último en hablarme de la Plata fue Enrique y su Camino de las campanas. El niño de Alberguería de José Antonio de la Riera me quedaba demasiado lejos, aunque lo busqué.

Entre todos habían conseguido crear un batiburrillo de dispares expectaciones plateras: la jara, el agua de los charcos, las encinas, los toros, el cura Blas, las dehesas, la falta de agua, la recta de Fuente de Cantos, las campanas de Casar, el jamón del Culebrín, el vino de pitarra, los campos de fuego, la cruz del Pico de la Dueña, Don Tomás, y sobre todo, Cáparra.

Finalmente, el día 2 de agosto, a las 4 de la tarde, me encomendé al Apóstol en la puerta de la Ascensión de la Catedral sevillana.

No esperaba llegar a ninguna parte, sólo hacer Camino. En mi fuero interno, Salamanca era una ilusión, pero Cáceres, no iba a ser una decepción. Inconscientemente, había hecho fotocopias hasta Zamora.

En mi solitario caminar, nunca me sentí sola. Podía percibir los pasos de todos los desconocidos que me habían precedido a lo largo de esa Calzada Romana y de lo que de ella queda, con sus mil nombres. De las legiones romanas, de los peregrinos mozárabes, de las huestes de Almanzor, de los pastores trashumantes, de zíngaros, de moros, de judíos y de cristianos.

Pero por encima de todo, sentía que seguía los pasos de los amigos que me habían precedido, y que antes he nombrado; y pude sentir la presencia al mismo tiempo, en las mismas fechas, de varios amigos en la Plata. Era como si camináramos juntos, con un sentir único y común.

Eran los mismos días, nos separaban varias etapas, pero anímicamente, eran sólo unos kilómetros.

Así, Gregorio desde Mérida; Luis y Lola desde Calzada de Béjar, José Luis “el Resentido” desde A Gudiña, Sofía entre Puebla de Sanabria y Orense... todos pisábamos el mismo Camino, la misma ilusión.

Algo parecido sentía cuando hablaba con los amigos que estaban en el Primitivo (mi Hermana Pilar, Mudo y Santi), en el Aragonés (Montserrat y Goyo), en el del Norte (Fernando) o en el Francés (Paco “Jabato” desde Viladecans, Edu, Alberto “el Correcaminos” y Raúl desde Logroño, Gregorio “casi-fraile” desde Astorga, y muy en especial, mi sobrina Neus desde León).

Algo mágico, algo en común nos movía a todos a caminar con ampollas, con dolores, con lluvia, polvo, sol y barro; y muy particularmente, con Dña. Sole...

¿Qué fuerza nos atraía a todos? ¿Qué fuerza determinaba que la voz de Héctor, de Capi y de Ana Berbel sonara preñada de cariñosa añoranza?

Tal como termina una poesía de Eugenio Garibay: Sólo El de arriba lo sabe.

II.- ¡Tu estás loca, quilla!.

2 de agosto de 2.004. Sevilla-Santiponce. 10 kms.

Quería sellar en la Catedral de Sevilla pero el horario es de 8 a 11,30 h. y cuando llego, ya es demasiado tarde. Lo hago en la Oficina de Turismo y en el bar donde en 1.992 me comí con Carlos unas excelentes tapas. Hay que saber mirar atrás con cariño y adelante con ilusión.

Una paellita no es quizás el mejor menú para iniciar este Camino, pero si no como, no camino.

A las 4 en punto, sentada en los escalones de la Catedral, ato con fuerza los cordones de las botas mientras Rafa me mira entre atónito y preocupado: “¡Tú estás loca, quilla!”.

Se acabó hacer el turista por Sevilla, nos despedimos, y ya sola, vuelvo a la Puerta de la Ascensión donde frente al Apóstol Santiago, encomiendo mi Camino con la estampita que siempre me acompaña.

Leo con detenimiento la bendición de Roncesvalles: “... compañero en la marcha, guía en las encrucijadas, albergue en el camino, sombra en el calor, luz en la oscuridad, consuelo en mis desalientos y firmeza en mis propósitos...”. Lo haré cada día.

Enfilo la calle García Vinuesa siguiendo los bonitos y brillantes azulejos sevillanos e informo a Pepe, mi amigo sevillano, de que ya camino por las calles de su ciudad.

Él sabe que no estoy loca, como lo saben los amigos plateros que me han precedido saliendo de la misma puerta de la Ascensión.

De todos llevo buenos consejos y mejores augurios. Seguiré sus pasos como seguiré los de tantos peregrinos que a lo largo de los siglos, han recorrido esa “oficialmente” llamada Vía de la Plata pero que para mí, es mi Camino de Santiago, mi Camino de la Plata.

Por las callejuelas desiertas de Sevilla sólo se oye mi bordón y el tintineo de un cencerrín conquense y de una pequeña berenguela, regalitos de mis amigos Javier y Héctor, respectivamente.

Algún turista despistado me mira con atención mientras cruzo el pasadizo de la Maestranza y el Puente de Triana. La iglesia del Cachorro está cerrada, como lo están las puertas y ventanas que quedan atrás, protegiéndose de la canícula hispalense.

Al alcanzar los terrenos de la Expo, una flecha indica “A Santiago”, no puedo evitar llamar a Santi que está en el Camino Primitivo con Mudo. “¡Jefeeee! Aquí hay una flecha que indica a Santiago, ¿qué hago?”. “¡Sígala! –contesta- ¡Sígala hasta que llegue !!!!!”.

Las flechas no me llevan por la ribera del Guadalquivir, pero así evito un incendio que atrae a varios coches de bomberos. Por un caminito cutre con vertederos varios entro en Camas: silencio de Maestranza, es la hora de la siesta.

La Peña de Paco Camino está cerrada, pero no la de Curro Romero. El bar está cerrado porque es lunes pero hay una fuente de agua fresca. A los cuatro “curristas” les molesta mi presencia, se les nota, ni siquiera entran “al trapo” cuando menciono al Maestro. Uno se ofrece a sellarme para que me vaya rápido. Me quedo con las ganas de decirles lo que decía Antonio Burgos: “Pero cómo va a entrar a matar, si tiene las muñequitas rotas de tanto torear... ”.

La iglesia de Santa Mª de Gracia queda a mi derecha y sigo por carretera y polígono industrial hasta la gasolinera donde un Aquarius me grita: “bébeme, bébeme”. El gasolinero teme por mi integridad física cuando entre en Guillena y me aconseja carretera; no le haré caso, nada hay que temer, así me lo confirma Marc.

Me toca seguir por carretera hasta que llego a Santiponce. El Monasterio de San Isidoro del Campo, en rehabilitación, también está cerrado y vallado por ser lunes. Otro edificio anuncia “Albergue”, pero también está cerrado a cal y canto, sin rastros de vida humana. Pregunto a la policía local si tienen las llaves: “No, allí no hay nadie, pero si eres peregrina llama a esa puerta del toldo amarillo”.

Bajo el toldo amarillo está la señora Carmen. La señora Carmen es un pequeño “desastre” de orden y organización, pero puedo dormir en su casa. En el suelo de la habitación crujen “choco crispis” de sus nietos; la vecina tiene la culpa de que el desagüe no funcione; y hace meses que el fontanero tiene que arreglar la ducha. Pero todos esos detalles me hacen gracia y son el contrapunto al madrugón, al turisteo y al calor de los escasos 10 kilómetros de asfalto.

Como sigue siendo lunes, las ruinas de Itálica están cerradas, pero una vecina me indica que por una serpenteante calle podré contemplar cómodamente el teatro romano.

Por contra, la parroquia, dedicada también a San Isidoro del Campo, sólo abre los lunes a las 7,30 h. Así que la visito en el silencio que la carretera desde Camas no me ha dado. Me impresionan esas imágenes tan sevillanas y barrocas, los Cristos, las Dolorosas... son únicos.

Junto a la casa de la Sra. Carmen hay un bar de obligada visita donde me atienden muy bien. Pero lo mejor es la escena previa a la cena: yo en la barra, cervecita Cruzcampo bien fría, toros en la tele y discusión entre béticos y sevillistas: ¡genial!. ¿Qué más se puede pedir?

Puede parecer un típico tópico, pero la Cruzcampo es la cerveza sevillana por excelencia y este año celebra su centenario. Los comentarios de la parroquia acerca de la corrida de toros son impagables y divertidos, sus conocimientos en tauromaquia son impensables en un bar de mi ciudad condal que no sea una peña taurina.

¡Cómo me gusta Sevilla!.

Soy la única mujer del bar, soy un bicho raro, lo seguiré siendo hasta Salamanca.

Por el móvil me llega un mensaje de Manolo: “Que Santi te proteja y Dña. Sole te cubra con su manto. Buen Camino, peregrina”.

Su frase resume mis anhelos: la protección de Santiago; Soledad, silencios, caminar con el móvil apagado; un Buen Camino sin grandes percances; y por último, sentirme y ser peregrina.

Así ha sido, así intentaré contarlo; aunque creo que Santi me ha mimado demasiado...

III.- ¡Esto es duro!

3 de agosto. Santiponce-Castillblanco de los Arroyos. 31 kms.

Me cuesta dormir por el calor asfixiante y me levanto temprano pisando choco crispis. Una de las cosas que me sorprenderá en los próximos días es la cantidad de bares que abren a las 6 de la mañana por esas latitudes. Cuando entro, siempre están llenos, parece que los lugareños aprovechan las horas más frescas del día para sus charlas y sus copas. Mis entradas siempre llaman la atención, siempre soy la única mujer.

Al salir de Santiponce, las obras me hacen dudar un poco del camino a seguir, pero aparece solícita la Guardia Civil para indicarme cómo alcanzar los eucaliptos que marcan el final del asfalto. Tres veces pasarán junto a mí hasta que llegue a Guillena. O me vigilan, o me protegen... empiezo a dudarlo.

Meses atrás, esos eucaliptos parecían un lugar idóneo para mi primera noche platera. Pero el estado de suciedad en el que se encuentran y el polvo de las obras cercanas, me hacen reflexionar: si lamentablemente cambiaron mis planes por una boda, ¿fue por mera casualidad? ¿o empezamos con las causalidades?

Hasta Guillena, el camino es un paseo pese que al entrar, los huertos y la reparcelación me hacen dar un gran rodeo. En el bar de la plaza, el tercero donde pregunto, consigo un bocata de jamón, otro para el camino, y agua fresca. En la distancia, brindo con Pilar que está empezando su Camino Primitivo.

Sólo me separan 19 kms. de Castillblanco de los Arroyos. Al salir, paso por el polideportivo donde se acoge al peregrino, al parecer ha estado lleno: un peregrino y dos bicigrinos.
Cruzo el cauce seco del río Rivera de Huelva, la carretera, y empiezo una ligera ascensión entre huertos, olivos y naranjos. Por fin el silencio, sensación de Camino, ladridos en la lejanía, conejos, trinos cercanos... y mucho ánimo.

Mientras descanso a la sombra de un árbol, dos ciclistas se asustan al verme. Sigo caminando y me reciben las primeras encinas, las primeras cancelas para el ganado, miles de moscas pegajosas, el esqueleto medio putrefacto de un perro, los restos quemados y resecos de lo que debió ser la jara, el brezo, la genista...

Estoy en la dehesa El Chaparral, el camino se hace angosto, como un pequeño cañón donde se podría filmar una película de indios y vaqueros, ideal para una emboscada. El calor aprieta de veras y mis pasos se vuelven lentos, me apoyo con fuerza en Ulysses, mi bordón, pero mis botas pesan más de la cuenta.

Paro demasiadas veces, intento controlar el agua. Salí de Guillena con tres litros y estoy sudando mucho. En lo alto, el sol implacable danza vertiginosamente sin una sola nube que le quiera acompañar.

Me siento a la sombra de una encina, tengo la sensación de que el mundo se me va; o pierdo el sentido, o me quedo dormida.

Reacciono gracias a un GlucoSport; nunca había tomado, pero Jesús, buen conocedor de la Plata, me los recomendó en el último momento: “¡Que te vas a la Plataaaaa!, ¡Llévate la rebequita... y pastillas de glucosa!!!!”.

Cuando el sendero se hace pista de tierra, la última cancela del día se cierra tras de mí, y diviso un stop en la lejanía, casi me alegro de pisar de nuevo el asfalto. Lo peor, ya ha pasado. El aire que dejan los pocos coches a su paso, me reanima; cuando diviso Castillblanco, ya tengo hambre para el bocata a la sombra de otra encina, junto a la carretera.

Cuando termina la cuesta, la planicie sevillana queda a mi espalda, el mirador es fantástico. Lejos queda la Giralda y el giraldillo que me dijeron adiós, y cerca está un hotel con un litro de Aquarius directamente a mis venas.

¿Será todo así?, ¿Soportaré ese calor, ese controlar el agua, el peso extra de tres litros? ¡Qué lejos queda Santiago!.

Al entrar en Castillblanco, un monumento a Cervantes me da la bienvenida, y mientras en la gasolinera sello y me dan las llaves del albergue, me llama María Menoyo: “Si, bien... sí sola... ¡calla! ... restos de peregrinos... dos mochilas... dos hombres... ¿serán metrosexuales? ... jajaja... te dejo, alguien sube la escalera”

Es Luis, un guiputxi de Urretxu. Se alegra de verme pues le aprieta la soledad, quizás demasiado. Esperaba más peregrinos, posiblemente no tantos como en el francés, pero de momento, sólo se ha encontrado con un alemán que según él tira mucho y que está en la piscina.

Luis acepta sin rechistar todas mis sugerencias: ir a comprar, cervecita en El Tubo, una de caracoles, visita a la iglesia mudéjar del Salvador, cena de tapitas en una terraza...

Me presenta a Werner. Cordialmente, Werner me da la mano y se sorprende cuando le pregunto “Wie geht’s dir?” (¿Cómo estás?). No, no hablo alemán, pero no me es una lengua totalmente extraña. Werner es callado y reservado, fuma en pipa. Luis dice que es “autónomo”. Será mi compañero ideal de este Camino y nos despediremos con lágrimas en Zamora. Pero no quiero adelantar acontecimientos.

Les observo mientras nos acostamos. Creo que los dos llevan demasiado peso; creo que Luis no sabe dónde se ha metido pero Werner sí; creo que Werner no entiende la mitad de lo que Luis dice; creo –y así lo escribo en el libro-registro de peregrinos- que con techo y ducha el peregrino es feliz; creo que me he dormido.

IV.- Sigo con Dña. Sole, mi querida compañera.

Miércoles, 4 de agosto. Castillblanco de los Arroyos-Almadén de la Plata. 29,5 kms.

El albergue tiene una terraza y al recoger la ropa tendida observamos que hay un bar abierto. Se prevé una etapa dura.

Desayunamos los tres en silencio y enfilamos juntos la carretera. Amanece sobre los últimos tejados pero el pueblo ya está muy animado, sorprendente.

Kilómetro a kilómetro, por el arcén de la carretera, Werner y Luis me van cogiendo ventaja, está claro que cada uno camina a su ritmo. No quiero condicionar mi Camino al de nadie ni que me lo condicionen; por eso elegí a Dña. Sole como compañera.

Cruzo la carretera para el primer bocata a la sombra de una encina que marca la entrada a una finca ganadera y paso por una de nombre “Yerbabuena”, ¿a qué me suena?, ¿al Hola?.

Hay que caminar 16 kms. de arcén por transitada carretera, predominando el ascenso. Más de un camionero me pita y levanta su dedo pulgar dándome ánimos. Camino lento pero segura, me adelantan cinco ciclistas, ¡qué masificación!.

Por fin, entro en el Parque Natural “El Berrocal”, sigue el asfalto pero ya por medio de alcornoques. Le pego un grito para saludar al vigía de la torre guardafuegos, pero no está el hombre por mucha conversación; tampoco están por la labor los dos guardias de la casa forestal. Tienen un poco de agua pero como no hay incendios, últimamente sólo se traen la justa de sus casas. Es curioso pero no hay ni un grifo ni un lavabo para ellos.

Desaparece el asfalto y camino entre alcornoques y esqueletos de arbustos y plantas que en primavera deben estar en todo su esplendor. El verde se ha vuelto ocre y marrón en todas sus tonalidades. Un embalse se divisa a lo lejos, los cauces de los riachuelos están secos, cantan las cigarras, y los restos del poblado de El Berrocal parecen un lugar abandonado del viejo Oeste.

Es difícil encontrar un rinconcito sin sol donde descansar un rato. Nada se mueve; nada excepto mi sombra, fiel compañera de mi tercera jornada platera.

A punto estoy de salir de la finca cuando me alcanza un guardia de seguridad con su jeep. “Hola peregrina, ya sé que me dirás que no, pero... ¿te llevo?”. Como es habitual en estas ocasiones, declino amablemente la invitación. El guarda me espera solícito con la cancela abierta unos metros más adelante.

Aquí el camino se bifurca en tres, dudo entre los dos que salen frente a mí y él mismo me indica que siga por el camino de la izquierda, donde la pajiza hierba ha cubierto las descoloridas flechas. En ese punto, Luis se perderá y el mismo guardia le recogerá después de un par de horas de extravío.

Almadén de la Plata se acerca pero aún me espera la traca final. Hay que subir “El Calvario”. La subida no es larga pero sí muy pronunciada y el firme irregular. Voy zigzagueando de encina en encina buscando la escasa sombra que proporcionan. En la distancia, tita Asun lee mis pensamientos –siempre es bueno caminar por alguien-.

Alcanzo finalmente la cima donde unos paneles informativos dan buena cuenta de la orografía meridional y septentrional de esa zona de Sierra Morena. La vista es excepcional pese a la neblina del horizonte.

Me bebo toda el agua que me queda pues Almadén de la Plata queda a mis pies. Al iniciar el descenso me despisto y no consigo ver la Cruz ni el Vía Crucis que da nombre a la “subidita” en cuestión.

Por pronunciada e irregular bajada entro en Almadén contemplando las dos torres que altivas y de vivos colores se alzan sobre el pueblo. La iglesia y el ayuntamiento, el rojo y el verde.

En el primer bar que encuentro comparto unas claras con unos paisanos. Son las 4 de la tarde y como ya he bajado la guardia, los pasos hasta el albergue son los más difíciles del día. Arrastro los pies por esas calles plateras que son un horno de cocción.

Elijo litera con sábana incluida y me quedo dormida incluso antes de la ducha.

En el pueblo empiezan las fiestas y unos cuantos chupinazos anuncian la celebración de la Virgen de Gracia. Me llaman mis amigos Angel y Claude –ellos saben que van en mi mochila de una forma muy especial- para preguntarme por la Cruz de Hospital de Orbigo. ¡Cuántos recuerdos aún bullen en mi mente! y por saber dónde y cómo estoy. Angel se ríe cuando me oye gritar: “Eyyy chavales, que yo quiero entrar en la iglesia”. Los chavales no son otros que Luis y Werner.

En el interior de la iglesia, un precioso paso de plata labrada está a punto para llevar a la Reina de los Peregrinos en procesión a su ermita.

Vagamos de bar en bar intentando que nos den de cenar a una hora prudencial, esto es, a las 9 de la noche. Finalmente, en el Macías, caen unos lomitos de guarritos negros “pa ponerles un cortijo”. El conejo, como especialidad de la casa, se contentará con un piso.

V.- Una lección y un regalo.

Miércoles, 5 de agosto. Almadén de la Plata-Monesterio. 37 Kms.

Las guías “al uso” presentan El Real de la Jara como final de etapa. En mi fuero interno, deseo doblar etapa y llegar a Monesterio ese día pero no lo digo en voz alta. Madrugo demasiado. Aprenderé bien la lección.

Mientras Werner se va a tomar un café con leche pues lo necesita para ponerse en marcha, Luis y yo salimos rodeando la plaza de toros antes del amanecer: ¡craso error!.

Una piara de cerditos negros sale a nuestro encuentro husmeando con sus húmedos hocicos botas y calcetines; son inofensivos pero la nocturnidad los deforma y los convierte en desagradables y extrañas sensaciones.

Justo al dejar atrás la verja de los cerditos nos sale al paso un mastín ladrando sin cesar; viene corriendo a nuestro encuentro haciendo caso omiso a nuestros bordones y empujándonos hacia nuestra derecha sin darnos opción a reaccionar. Sin ninguna valentía en nuestro ánimo, nos dejamos llevar por el perro con el temor de haber perdido la pauta de las flechas hasta que diviso un pequeño puente un poco más a la derecha. El perro, más inteligente que nosotros, nos ha llevado al camino correcto sin necesidad de flecha alguna, pero podría haberlo hecho con un poco más de amabilidad, ¡coñe!!!!. Mi descarga de adrenalina me deja totalmente agotada.

Aprenderé la lección; no volveré a salir de noche, prefiero mil veces el calor que la impresión de un perro ladrando a escasos centímetros de mí.

Tras el susto, descansamos con el corazón en un puño. Volverán a aparecer muchos perros, pero siempre detrás de cercas guardando los innumerables rebaños de cabras que jalonan hoy el camino. En algunas ocasiones las cancelas y rejas que separan rebaños y comederos se convierten en un verdadero laberinto que sólo conoce su autor.

Hay que cruzar la finca Arroyo Mateos con sus bajadas y subidas. Es un auténtico secarral totalmente agostado, salpicado de alcornoques y encinas. Imagino que en otra época, el arroyo que le da el nombre –al igual que el también presente Arroyo Víbora- deben ir cargaditos de agua; pero en agosto, se ha evaporado por completo.

Bajo con cuidado el pronunciado descenso, la rodilla derecha se empieza a quejar y eso no me gusta. Le riño un poco, pero no me hace ni caso. Los antinflamatorios no faltan en mi mochila pues a priori, temía un poco a mi espalda. Pero esta vez, no podré evitar tomarlos por la puñetera rodilla; en cambio, la espalda, se portará mucho mejor que el año anterior.

Al alcanzar la vaguada del arroyo Mateos se inicia el ascenso. A nuestra espalda resuena un grito de Werner, nos ha alcanzado y parece feliz al encontrarnos. A él también le saltó el perro y no lo pasó mejor que Luis y yo; además, él estaba solo.

Dejo que se adelanten mis compañeros mientras contemplo con tristeza lo que algún día fueron olorosos tomillo y jara; tengo en el móvil un mensaje de Jesús, sé que estoy pasando por sus tramos favoritos. Paro un momento junto al memorial del peregrino José Luis Salvador, promotor de este Camino de Oro, más que de Plata, pues el sol siempre brilla en el cielo y todas las tonalidades doradas y amarillentas se muestran constantes en el suelo.

Mis dos peregrinos me esperan a la entrada de El Real de la Jara a la espera de que sea yo la que decida qué hacer. Lo tengo muy claro: bocata en La Cochera –excelente lomo de caña-, intento frustrado de visitar la iglesia de San Bartolomé, y a seguir hacia Monesterio.

Aprovecho la escasa cobertura del móvil para hablar con Santi y Mudo, mis amigos que caminan por el Primitivo y que ya sienten que Santiago está cerca. En unos dias abrazarán al Santo.

Hasta Monesterio “sólo” quedan unos 20 kilómetros. En la Plata, hasta el siguiente pueblo, como mínimo, siempre “sólo” quedan 15 o 20 kms.

Al salir de El Real de la Jara, el castillo de las Torres, casi en ruinas, queda a la derecha y el camino avanza por terreno cómodo entre muretes de piedras y fincas de ganado. Me siento ligera, camino feliz, y al poco de dejar el pueblo, al cruzar un arroyo, también dejo atrás mi querida Andalucía.

En Extremadura la Junta ha marcado la calzada romana y el camino con unos cubos de granito. En su parte superior luce el arco de Cáparra indicando el buen camino; y unas baldosas laterales verdes o amarillas señalan cuando es calzada, cuando camino, y cuando coinciden ambos.

Xabier que hizo este camino en marzo me lo ha explicado con poco convencimiento; pero él se encontró con que estaban colocando esos cubos y entonces podían ser un poco dudosos. Excepto en una ocasión, no tendré ninguna dificultad para seguirlos.

Hoy también aprieta el calor y Luis se queda a la sombra de una encina. A buen ritmo, como huyendo del implacable sol, sigo a Werner hasta la ermita moderna de San Isidro. A su vera, parece que todo está preparado para una inminente romería. Mientras el alemán se entretiene en localizar una fuente que aparece en su guía –muy buena, por cierto-, yo subo a la parte trasera de la ermita a buscar un poco de sombra para una siesta.

Al sacarme la mochila, diviso un “regalito de Santi”, un letrero indica: “Bar, restaurante, venta de jamones... ”. Es la famosa Venta El Culebrín.

Como a 300 metros, en la Nacional 630, nos espera la “primera” clara de Werner y el mejor jamón de mi vida (sí, sí... no exagero). A Luis le dejamos un letrerito en el suelo, pero pasará tan apurado que ni lo verá.

Salgo de El Culebrín con los ánimos renovados y disfrutando de un tramo de camino que discurre paralelo a la carretera entre eucaliptos; mientras, recuerdo Galicia, Santa Irene...

Lo malo es que se acaban los eucaliptos y hay que seguir por el arcén de la carretera durante casi una hora. Pero hay que buscar el punto positivo y agradecer la ventolera de algún camión.

Pasado el desvío de un camping, al abandonar el asfalto, encontramos a un derrotado Luis a la sombra de otra encina. ¡Este chico me come poco!. No se pueden hacer tantos kilómetros sólo con dos peras, le riño, pero su mirada ausente me dice que no me piensa hacer el mínimo caso.

Nos sentamos a su vera pues un rato de descanso no nos irá nada mal para empezar a subir la Cruz del Puerto. Un ancho camino, sin una sombra, a pleno sol, y en constante ascenso, convierte el Calvario de Almadén de la Plata en un paseíllo.

Mientras pasito a pasito voy subiendo, empiezo a entender la dedicatoria en las crónicas plateras de mi amigo Marc “... crema, crema moltes coses. Aprofita que pases prop de l’infern...” (Quema, quema muchas cosas. Aprovecha que pasas cerca del infierno).

El espectáculo en la Cruz del Puerto es desolador, sucio y abandonado. La única sombra está copada por tres trabajadores de una obra cercana que me miran burlones, los hierbajos crecen por doquier. Por contra, Monesterio aparece frente a mí, a mi alcance. Ahora sí que lo peor del día ya pasó.

Unos metros más adelante, en unos bancos de piedra, descansa Werner y su inconfundible pipa. Tras beberme las reservas de agua, entramos juntos en Monesterio y atracamos la nevera de la primera gasolinera.

El albergue, edificio de la Cruz Roja, está al lado. Sólo hay que caminar 50 metros más para pedir la llave en el bar Moya.

Parece mentira lo que puede llegar a reponer una buena ducha. Aún me quedan fuerzas para una visita turística por Monesterio, contemplando sus cruces y sus pilares, -unos originales abrevaderos-, una larga charla con Pilar desde el Camino Primitivo, y aún lamento que sea demasiado tarde para visitar el cercano Monasterio de Tentudia.

De farmacia en farmacia intento comprar más pastillas de glucosa. Me están dando buen resultado y a Luis también le han sacado de algún apuro.

Cenamos en el mismo Moya donde pruebo el vino de Tentudia, no me acaba de gustar. En la distancia, Javier de la Fuente me da recuerdos para “la peregrina”, la madre del dueño. Ella me explica que son las voluntarias de la Cruz Roja las que se cuidan de limpiar y mantener el albergue, hay literas para un regimiento y constato que “el ataúd” que vieron algunos amigos peregrinos, ya no está.

Escribo en el libro de peregrinos y sueño con un problemilla que me preocupa, mañana cogeré el toro por los cuernos.

VI.- Calor y Amistad.

Viernes 6 de agosto. Monesterio-Calzadilla de los Barros. 27,5 kms.

Cuando llegas a Monesterio derrotado, agradeces que el albergue esté en la entrada; pero al dia siguiente, deseas que hubiera estado no ya al final del pueblo, sino incluso después del inmenso y desproporcionado campo de fútbol de esa localidad.

Tras el campo de fútbol, el camino se mete entre fincas separadas con muretes de piedras con muchas vacas que me miran fijamente y embobadas, la mayoría son blancas.

Cuando el solete ya se deja sentir, es el momento de romper el hielo con un amigo con el que hace días que hay cierto “mal rollito”. No quiero enfrentarme a la “famosa” recta de Fuente de Cantos, a ese infierno que me anunció Marc, sin quemar esa preocupación.

Después de la llamada, saco la copla que para cantar en esa recta colgó Manolo en el foro poco antes de irme y desentono a pleno pulmón: “Julio Romero de Torreeeeeesssssssss...”

El arroyo Bodión Chico es un poco puñetero en su señalización, pero puntualmente, en mi móvil aparece un mensaje certero para salvarlo.

Sigo cantando hasta que en medio de la nada, entre los campos segados del Cortijo Llano de Santiago, aparece una cruz a mi derecha. Me acerco e instintivamente, agacho la cabeza para rezar un Padre Nuestro. Al pie de la cruz, una caja de metal indica: “Camino de Santiago”.

La curiosidad me puede y abro la cajita. Aparece la funda negra de una cinta de vídeo y como un flash, recuerdo lo que Marc había dicho semanas atrás de un vídeo. Abro y en su interior, una libreta contiene mensajes y pensamientos de peregrinos. No me cuesta mucho localizar un mensaje de Gregorio de la Semana Santa pasada dejándonos ánimos a Marc y a mí. Marc los agradeció en junio y, a su vez, me dejó otro mensajito personal.

Me emociono y agradezco el gesto de estos amigos, y mando algún mensaje comentando que entre la nada, apareció la amistad. Héctor me contesta diciéndome que es imposible estar en la nada y que jamás estaré sola; -gracias a ti también, amigo-.

Hoy es un dia en el que el término amistad brilla con luz propia. Por contra, las inclemencias físicas se dejan sentir. Mi rodilla se queja, y se queja demasiado, hago como que no la oigo, pero la muy puñetera, me hará pasar muy malos ratos.

Otros que mantienen conversaciones de alto nivel son mis pies. Hasta Almadén de la Plata, fue la planta del pie izquierdo la que me estuvo quemando y molestando. Al subir la Cruz del Puerto, empezaron los dedos a hacerse notar. En Monesterio, incluso tuve que cubrir a uno con esparadrapo por culpa de una ampollita. Pero cuando el calor aprieta, al caminar con botas, el pie se recalienta y creo que cada dedo, cada uña, cada trocito de pie, forma parte de una desafinada orquesta que chirría y gruñe. No hay dia que no los refresque y cuide con dos friegas de alcohol de romero, una después de la ducha y otra al acostarme; pero a los chavalitos, ¡les gusta quejarse!.

Al llegar a Fuente de Cantos, ese pueblo al que siempre te estás acercando pero que nunca llega, un abuelete que contempla unas cabras me da el parte de Werner y de Luis, de su estado y de sus intenciones: tocados y hundidos.

Yo me voy a la plaza, junto a la iglesia. Tengo intención de seguir y quiero comer y beber algo fresco. En un bar, pido una ración de las tres clases de tapas que tienen, a cuál más buena: mollejas, higaditos y algo nuevo para mí, rabito de cerdo, ¡qué rico!.

El chico del bar se lamenta, no tiene pan para acompañar la ración; no me importa porque lo sirven con patatas fritas y tampoco estoy muerta de hambre. Pero de inmediato, salta una señora que se está tomando su aperitivo en la barra y que ya ha hecho la compra: "“toma hija,... toma un trozo de pan, que a mí me va a sobrar...”.

Pese a este gesto, y pese a que me comporto como en otros lugares de diferentes caminos, los lugareños siguen mirándome como a un bicho raro y es difícil hablar con nadie.

En ese bar, sólo se digna hablar conmigo el borracho “oficial” del pueblo. Quizás lo hace porque yo soy la única que estoy dispuesta a escucharle.

Es casi un monólogo, se sienta a mi vera, y me dice:

- Soy alcohólico ¿sabe usted?... Hoy necesité tres vasos de vino para levantarme... Es una desgracia ¿sabe usted?... A alguien tenía que tocarle... y me ha tocado a mí... En este pueblo me critican... pero podría haberle tocado a otro ¿Sabe usted?. Y entonces... ¿Qué? ¿Qué le dirían al otro?... ¿Sabe usted lo que son tres vasos de vino para levantarse?
- No... no lo sé...
- Pues no se lo deseo a nadie. Es mucho dinero, pero además... es muy duro ¿Sabe usted?... Porque si no te los tomas, no te levantas... Pero a alguien le tenia que tocar... y me ha tocado a mí ¿Sabe usted?

Trago saliva, es difícil contestar algo que sea coherente para él. No me atrevo a tocar la clara que tengo en la mesa. Él tampoco espera que yo le conteste nada, sólo quiere que yo le preste un poco de atención, un poco de mi tiempo; y afortunadamente para él, tengo todo el tiempo del mundo.

Cuando se levanta para irse, me pregunta si me apetece un orujo. En otras circunstancias le hubiera aceptado la invitación pero le digo que no, que tengo que caminar y que hace demasiado calor. En realidad, intento evitar que él se lo tome.

Se va arrastrando los pies mientras murmura: “Yo ya no puedo caminar, ¿sabe usted?”.

Con un regusto amargo, me dirijo al albergue ubicado en el antiguo convento de San Francisco donde puedo visitar el centro de interpretación de la obra de Zurbarán nacido en Fuente de Cantos. Me refresco y curioseo un poco, me parece demasiado lujoso para albergue de peregrinos. ¡Todavía no sé lo que me espera!

La salida del pueblo se me hace un poco liada hasta que encuentro a tres peregrinos alemanes ya mayores que quieren hacer este Camino hasta Mérida parando en todos los pueblos posibles, con etapas cortas. Nos informamos mutuamente pues nuestros caminos se cruzan. Ellos van al albergue y yo vengo de allí.

Me echo una siesta a la sombra de la ermita que hay al salir de Fuente de Cantos. Lo peor está por llegar.

Son pocos, apenas seis y medio, los kilómetros hasta Calzadilla de los Barros; pero se me hacen eternos. Salgo cuando acabo el sueño pese a que el sol aún está en lo alto y el calor aún aprieta en exceso. Motos y coches levantan continuamente nubes de polvo por el supuestamente tranquilo camino. Las sombras no están en el diccionario de ese tramo y los riñones me duelen más de la cuenta.

Calzadilla está en fiestas y la zona del albergue, que está a casi dos kilómetros del pueblo, está ocupada por los chavales visitantes de otras localidades cercanas. Se prevé una noche movidita así que opto por el hostal de la carretera donde la habitación es una caja de zapatos y la ducha no funciona. Seguro que en el albergue hubiera estado más cómoda, pero no es comodidad lo que busco.

En el bar del hostal un chico me pide información acerca del Camino porque lo quiere hacer pero la novia no le deja. Se extraña al verme sola, y le contesto que si me hubiera visto acompañada seguro que no hubiera hablado conmigo. Me da la razón y me invita a una cerveza; ganas de caminar no le faltan.

Doy una vuelta por el pueblo, allí tuvo una de sus sedes la Orden de Santiago y hubo un Hospital de Peregrinos del que apenas quedan vestigios.

Entre risas, le describo los tenderetes de la feria a mi amiga Ana Berbel. Me sorprende ver turrones navideños pero Ana me da una buena explicación: algo sobre putas y turroneras.

No sé que le pasa a Calzadilla pero en todos los rincones hay alusiones al Cabildo Insular de las Palmas de Gran Canaria; están hermanadas según reza un mosaico a la entrada, pero no imaginaba yo que un hermanamiento pudiera dar tanto de sí. ¿O sí??? Ja, ja, ja...

Lo mejor de Calzadilla es sin duda la iglesia del Salvador. Parece, es, una antigua fortaleza donde existe un precioso retablo gótico pintado por Antón de Madrid con el primer Santiago Peregrino visto desde Sevilla. En algunos momentos, qué difícil es darme cuenta que estoy en el Camino de Santiago... ¡Tantos kilómetros y tan pocas alusiones!.

El párroco se muestra muy amable y resulta conocer a Jesús García Adalid, autor de “El Mozárabe”, uno de los últimos libros que no sólo he leído, sino que también he disfrutado y recomendado. Él me recomienda “El Cautivo” del mismo autor. La misa empieza a las 9, muy tarde en apariencia pero lógico en una zona donde a las 10 aún es de día.

El pueblo, pese a estar en fiestas, sigue siendo hostil a una peregrina solitaria.

VII.- ¡Hoy me siento Camino!.

Sábado 7 de agosto. Calzadilla de los Barros-La Almazara (Villafranca de los Barros). 32,5 kms.

La música pachanguera no me ha dejado dormir demasiado pero me levanto convencida de que va a ser un dia importante.

El encargado del hostal se ha dormido y yo me he quedado encerrada en las escaleras de acceso a la planta superior, entre las habitaciones y el bar. Se asusta cuando me ve y me pide disculpas mientras me prepara la tostadita mañanera.

Los que han estado de juerga toda la noche también han esperado pacientemente a que el bar abriera. Me miran con curiosidad; uno de ellos incluso se toma un café conmigo bajo las miradas burlonas de sus amigos.

Al salir de Calzadilla un secadero de jamones envuelve el aire de un olorcillo que abre el apetito. A la izquierda, un nido de cigüeñas domina el paisaje, esa es la clave del día para que mis amigos Quim y Ana sepan por donde ando. Les he dejado una guía y les voy mandando adivinanzas acerca de mi posición en clave humorística.

Campos segados y agostados hasta entrar en La Puebla de Sancho Pérez. Allí me cruzo con una de esas viejas enjutas, vestidas de negro que me interroga con curiosidad. Satisfecha ésta, y cuando parece que es mi turno de palabra, despectivamente me suelta: “¡Bah!!!, una mujer sola no debería andar por ahí!”. Me da la espalda, y se va.

En la plaza del pueblo un supermercado está abierto. Aún no he pagado que ya me he bebido la mitad de lo que acabo de comprar. Busco un lugar en la sombra, el único, para el almuerzo. Me instalo junto a un chaval un poco inmaduro que se atiborra de patatas fritas pese a la oposición de su madre; junto a un niño todo ojos y oídos que absorbe con fruición todo lo que pasa a su alrededor; y junto al borracho oficial que se limita a mirarme fijamente y decir: “¡Señora!, Cohone... ¡Señora!, Cohone...”, una y otra vez. Son las tres únicas personas de la plaza que se atreven a parar junto a mí, el resto, pasa de largo.

Cualquier conversación se hace difícil hasta que llega el abuelete simpático con quien se me pasa el tiempo volando. Él atrae a otros lugareños, y entre las típicas bromas del Barça, algunos retazos de conversación:

- ¡Oye! ¡Que se ha muerto fulano!
- ¡Que le den po’l culo!
- ¡Hombre! Tampoco es eso...
- ¡Totá! Pa lo que hacia... estaba todo el dia sentado... pues que le den!
- ¿Irás al entierro?
- Sí, claro... hay que ir...

- ¿Qué te pareció el concierto de ayer?
- Muy bueno, muy bueno... tocaban muy bien
- ¡Anda ya! Si no valían nada... tocaban muy mal y los cantantes desafinaban!!!
- Bueno, pero pa lo que había pagao...

Junto a la ermita de Belén, han instalado un nuevo albergue de los Alba-Plata, otro lujo para el peregrino. La iglesia de Santa Lucía está cerrada, no se sabe dónde están las llaves.

Cuando empiezo a embadurnarme con la Nivea para protegerme del sol, hacen su entrada triunfal en la plaza Luis y Werner, acalorados y cansados. Noto su alegría al verme y espero a que repongan sus fuerzas demorando la salida del primer pueblo donde la gente se ha dignado hablar conmigo con tranquilidad. Al irme, le propongo al abuelo si se viene conmigo. “Ay hija –contesta burlón- bien sabes que vendría... pero a mí, ni de chico me gustaba caminar”.

Un sol de justicia nos acompaña hasta Zafra por la cercana vía del ferrocarril. Después de cruzar las vías del tren y la antigua y desvencijada estación, ya podemos ir buscando la sombra de los árboles del largo Paseo de la Estación.

Cruzamos un parque que nos parece inmenso y a mi instancia, nos metemos en el Parador de Zafra, antiguo alcázar de los Duques de Feria, en cuyo patio plateresco atribuido a Juan de Herrera nos relajamos y refrescamos un poco ¡Cómo caen las claras!.

Hacemos el turista por Zafra, el primer pueblo grande y con encanto desde que salimos de Sevilla. La calle Sevilla, el convento de las Clarisas –está en obras y no se puede entrar-, la Plaza Grande y la Chica con su vara de medir que me recuerda a la medida de la catedral de Jaca, el arquillo del Pan y su Esperancita... Hay muy buen ambiente, cantos, palmas, se respira alegría.

Comemos en La Palmera una ensalada y tapitas varias. El camarero conoce el camino y me habla de la emergente Asociación de Zafra, al parecer han editado una buena guía.

En Zafra, son muchos, “lo menos cinco o seis”, los que nos preguntan si vamos a Santiago y se maravillan de nuestra procedencia sevillana. ¡Si acabamos de empezar! ¡Y lo que nos falta!. Es curioso, debemos dar sensación de cansados y agotados pese a lo bien que nos sentimos los tres.

Me había propuesto caminar con el móvil cerrado y lo estoy consiguiendo. Pero en las paradas y en las ciudades lo abro. Así, al salir de Zafra, me pilla Joan y mientras hablo con él, me distraigo y me salto alguna flecha. Como Luis y Werner me siguen, también se la saltan ellos y damos un gran rodeo por el cementerio y la carretera recurriendo al águila protectora para que extienda sus alas en la distancia. Cuando a lo lejos divisamos la enhiesta torre del abandonado Convento de San Francisco, suspiramos aliviados. Esa bonita torre es el punto de referencia para dejar Zafra atrás, una ciudad que me cae simpática.

El camino asciende entre huertos y casas particulares, entre perros y bulliciosas sobremesas familiares de sábado por la tarde. A la derecha, una casa está envuelta de frutos de la pasión, seguimos subiendo hasta llegar a un pinar en lo alto de la Sierra de Los Santos: ¡Qué brutal contraste! Del polvo y piedras del camino ascendente, a la pinaza y frescor del bosque de pinos.

Al descender por los pinares hacia Los Santos de Maimona, un letrero marca la dirección del albergue. Como hay que pedir las llaves a la Policía Local, les telefoneo para pedir instrucciones y preguntar acerca de las llaves. Los policías nos indican que sigamos las flechas de madera y nos saldrán al encuentro cerca ya del albergue donde hacen rellenar un impreso a Luis y a Werner y les cobran tres euros.

Yo he decidido no quedarme a dormir allí, quiero seguir, siento que he de seguir adelante y presiento que me espera algo especial.

A mis compañeros no les gusta caminar de tarde y no entienden mi decisión del día anterior ni la de continuar hoy. No se dan cuenta de lo fantástico que es caminar al atardecer y disfrutar de la suave brisa que suele girarse a esas horas.

Pero mientras descendemos por el pinar, Werner me reconoce que la sensación de libertad que le está dando caminar por la tarde, esa misma tarde, le está gustando, que es especial, y que cree que podría volar. Con los dias, caminará y disfrutará del atardecer en el camino.

En el momento en que les digo adiós, el alemán se emociona, creo que tiene la sensación de que no nos veremos más e intenta retenerme. Ninguno de nosotros sabe que aún nos quedan muchas soledades por compartir. Sus palabras de despedida me llegan muy adentro.

Tras la siesta en el albergue de Los Santos, bajo al pueblo, cargo agua en una gasolinera, y sigo. Le doy el parte a mi madre y le digo que ya llegué al destino del dia, pero no le cuento que voy a continuar pues el siguiente pueblo está a más de 15 kms. y son casi las 8 de la tarde. Hablando con ella, tomo el camino equivocado hacia el cementerio y alguien me avisa: “Peregrinaaaaa... que no es por ahíiiii... ”.

Está claro que ni a la salida de los pueblos puedo hablar por teléfono. Reculo mientras mi madre me cuenta que la lavadora se ha roto y hay que comprar otra. En los albergues de la Plata, no hay lavadoras.

He empezado el día creyendo que iba a ser especial, y por fin siento que estoy en el Camino. Me siento parte del Camino y necesito seguir a la aventura. Un policía local cree que hay un albergue a medio camino de Villafranca de los Barros, pero no me importa encontrarlo o no. Tengo la sensación de que el olivar me llama irremisiblemente, y recuerdo esa poesía que aprendí de niña, “Entre el olivar, se vio una lechuza volar, y volar... a Santa María, un velón de aceite, volando traía...”.

No encuentro lechuza alguna, pero contemplar ese atardecer con el sol jugando al escondite entre los olivos, es una de las imágenes más bellas que conservo en mi retina. Como no llevo máquina de fotos, ni pienso que me haga falta, me siento a contemplar el espectáculo que se ofrece ante mis ojos.

Con las últimas luces, diviso un letrerito rosa: “La Almazara, albergue de peregrinos”. Un enorme caserón rehabilitado aparece frente a mí. Me digo que no puede ser mientras entro con precaución preguntándome si no es una alucinación. Una joven embarazada me sonríe: “¿Cómo vas tan tarde?”.

Sólo hace unos meses que está abierto, -luego he sabido que Javi Marmitako fue el primer peregrino que durmió allí- y descubro que soy la primera peregrina de la semana; es sábado.

El albergue es un lujo excesivo. En la distancia, comparto colada y cena con Asun y Silbia, las peregrinas más veterana y la más novata de todas las que conozco. El menú es el típico de lomo, huevos fritos y patatas fritas, pero como también hay ensalada, me va de maravilla.

Sentada en el césped, contemplo y disfruto esa noche platera cargada de estrellas casi al alcance de la mano. Sólo los hijos pequeños del dueño rompen el silencio nocturno; hasta las dos de la madrugada corretearán con sus bicis y patinetes. Son vida, VIDA en estado puro y casi salvaje. Las estrellas me guiñan sus ojitos y me cuentan historias de peregrinos, de campanas, de Almanzor, de los mozárabes, de los romanos, de la Plata...

VIII.- “Masificación” en la Plata.

Domingo 8 de agosto. La Almazara-Almendralejo-Torremejía. 42 kms.

Mientras desayuno, el dueño del albergue me cuenta su vida, sus negocios, me habla de sus dos hijos pequeños y del que está en camino, de sus ilusiones y sus frustraciones. Está muy nervioso y charlamos un buen rato pese al trabajo que tiene amontonado a su espalda.

Al despedirnos me da las gracias por transmitirle serenidad. Serán “cositas” de Santi, pero Marc también tuvo una larga conversación con él y también a Marc le agradeció la serenidad que suele transmitir.

Entre los viñedos de la derecha, el sol del amanecer aún permite que le mire desafiante cara a cara. ¡Será por eso que luego me fustigará con ganas!. Junto con el de la salida de Grimaldo, es el amanecer más bonito y espectacular de este camino; desearía poder detener el lento ascenso del astro rey para prolongar la belleza del momento.

Llego hambrienta a Villafranca de los Barros; tras el almuerzo me llama Chuchi para saber cómo estoy, y entro en una capillita donde el sacristán está fregando. Muy amablemente me pregunta si quiero ir a misa, creo que me lo dice para que no ensucie la capilla con mis botas.

Me manda al cercano convento de las franciscanas en cuya iglesia entro como elefante en cacharrería, por la puerta delantera, con mis campanitas y mi aspecto: todos se giran a una. Sonrisa de circunstancia y la monjita de la primera fila que me hace un hueco a su lado.

Al acabar la celebración, los asistentes hacen corro a mi alrededor: “¿A Santiago?, ¿Sola?, ¿Con este calor?, ¡Ay hija... qué valiente!!! Pues yo tengo un sobrino... Y yo estuve en Santiago... A mí me gustaría... ” Visito el bonito claustro del convento, sello en la fresca casa parroquial, y busco la salida del pueblo donde aún visito la ermita de la Coronada con una hermosa imagen de la Reina de los Peregrinos y con su Puerta del Perdón.

Frente a mí, se abren casi 28 kilómetros de dorada recta, sin una sola sombra, aunque con la posibilidad de desviarme a Almendralejo con 6 kilómetros de propina.

La recta y la mañana se hacen interminables, pero lo peor, es una sucesión de tractores y coches que levantan un polvo cegador. Intento hablar con un campesino pero no está por la labor.

En un cruce, una caseta arroja un poco de sombra y me siento haciendo filigranas para aprovecharla. Cuando el sol está en su cenit, la sombra desaparece y hay que continuar. Pero esa mañana, más que caminar, arrastro los pies, voy muy lenta y tengo la sensación de no moverme nunca del mismo sitio. Un gusano debe avanzar más rápido que yo.

El camino está salpicado de paneles informativos que marcan hitos y monumentos significativos. Mientras contemplo uno de esos paneles sentada en un cubo indicador, me pregunto dónde demonios debe estar Almendralejo. Debería estar cerca, pero no lo veo.

Próxima al desánimo, escucho en el móvil un mensaje de Silvia de Madrid y recibo un sms de José Luis “el Resentido”, mandándome “telurios” desde la Cruz de Ferro. ¡Para telurios estoy yo!, pero se los agradezco educadamente. Un poco hastiada me levanto y al ponerme la mochila, diviso en la lejanía la torre de la iglesia de Almendralejo que despunta. ¿Serán los telurios? ¿O será que al levantarme he cambiado la perspectiva? Lo cierto es que, antes de sentarme, la torre no estaba donde ahora la veo.

Son tres kilómetros de ida y otros tantos de vuelta, pero vale la pena desplazarse hasta el primer bar para reponer fuerzas, ni siquiera cruzo la carretera.

Vuelvo al camino por la carretera de Don Benito y contacto con mi sobrina Neus, a sus 18 años ha empezado con ilusión su Camino en León, ¡Otra peregrina en la familia!.

Con más ánimos que por la mañana, recorro los 10 kms. que me faltan hasta Torremejía. Al final, tras cruzar la vía del tren, incluso he de chapotear un poco entre juncos y cañizares. Al entrar en el pueblo, pierdo las flechas y un paisano me hace dar un gran rodeo hasta llegar al albergue.

Tengo a Sofía al otro lado del hilo telefónico, la oigo pero no puedo escucharla; los últimos pasos siempre son agotadores, pero hoy ha sido un día muy duro. Enormes goterones empiezan a caer, pero... ¿dónde puñeta está el albergue?

El albergue es del mismo dueño que el de la noche anterior. Casi 40 kms. los separan. Es el precioso palacio de los Mexia, con estelas romanas en su fachada, perfectamente rehabilitado, y con dos grandes habitaciones con literas para peregrinos.

No he visto a ningún peregrino en todo el dia, ¿para qué un albergue tan grande?. El encargado, que no hospitalero, me comenta que ha llegado un alemán, es Werner por supuesto.

A la hora de cenar, sólo ruego que la cena no consista en más lomo con patatas fritas. Santi me regala una dorada al horno y una tormenta nocturna que refrescará un poco el ambiente. ¡No hay dia en el que Santi no me haga un regalito... o dos!.

IX.- Primera de turistas.

Lunes 9 de agosto. Torremejía-Mérida. 16 kms.

Desayuno con Werner en un bar de la carretera. Como el doble que él, no me extraña que se sienta tan cansado muy a menudo. Entre el excesivo peso de la mochila y lo poco que me come... le riño un poquitín, pero no me hace ni puñetero caso.

Buena parte del recorrido de hoy discurre paralelo a la carretera N. 630, a veces con asfalto y a veces sin. A la izquierda unos eucaliptos, vadeamos algún riachuelo, cruzamos una abandonada vía del tren, y a la derecha, llaman la atención los abandonados restos del circo de Angel Cristo.

En el circo ya no quedan ni leones ni elefantes, ni equilibristas ni payasos, ni un redoble de tambor. Sólo media carpa sobre un esqueleto de metal, y algunos desvencijados bancos y retorcidos hierros que no ha querido comprar ningún trapero ni chatarrista. Es triste pasar por allí; suenan ecos de risas, de preguntas sin respuesta de los niños que no han podido asistir a la penúltima función pese a haber sido anunciada a bombo y platillo por las calles de Mérida. También quedan aromas de helados de fresa y de palomitas, de cerveza y de refresco de cola... Sueños rotos, ilusiones quebradas... gigantes con pies de barro.

En las huertas, Werner come las uvas cercanas al camino, a mí no me apetecen. Me habla de su profesión, director de un centro de disminuidos mentales, ha recorrido el camino francés en cinco ocasiones, dos de ellas con esos chavales. Es muy serio y poco hablador, su risa es franca, la barrera del idioma y su forma de ser, le convierten en mi compañero ideal de Camino; largas horas de silencio, aunque nos entendemos perfectamente en inglés.
Todas las noches llama a su esposa; en alguna ocasión oigo como le dice “Ich bin mit Gloria”,... “estoy con Gloria”.

El también busca soledad y silencio, y aunque le distorsiono un poco con mis campanas y mis propuestas, no se queja nunca. En el fondo, cree que estoy un poco loca.

Como a mí me gusta parar y descansar cuando me apetece, me quedo sentada entre las vides y huertas mientras él se adelanta. Pero me esperará justo después de cruzar el puente romano de Mérida.

Cuando me acerco al Guadiana rompe a llover con fuerza, entro en Emérita Augusta “cantando bajo la lluvia”.

Un buen bocata y optamos por comprar un paraguas para turistear por Mérida. Al chino dueño de la tienda “Todo a 100”, le pregunto:

- ¿Nos puede guardar las mochilas?
- Depende.
- ¿De qué depende?
- De que tengan candado.
- No tienen candado, pero tampoco tienen nada de valor.
- Depende.
- ¿De qué depende?
- De lo que ustedes consideren valor.
- Nada, no hay nada de valor en las mochilas. ¿A qué hora abre por la tarde?
- Depende.
- ¿De qué depende?
- De lo que beba a la hora de comer.
- ¿Y porqué depende?
- Porque si bebo poco, abro a las cinco; y si bebo mucho, abro a las seis.

Es evidente que las mochilas no se quedan allí, sino en la Oficina de Turismo donde un par de chicas muy majas no ponen ningún reparo.

El foro, el teatro, las ruinas romanas más importantes, nos reciben con frío y lluvia. Bromeo con un cámara de la tele, la noticia saldrá en el telediario y Héctor lo verá, “Lluvia en Mérida”, al parecer nunca llueve en Mérida; mi improvisado chubasquero, no es modelito “ad hoc” para salir en el telediario.

Lamentablemente, no puedo visitar el Museo de Arte Romano, obra de Moneo, porque es lunes. No deja de ser un buen motivo para volver a Extremadura que me está sorprendiendo agradablemente.

En la Plaza Mayor sellamos en la Policía Local y esperamos a Luis, se quedó el dia antes en Almendralejo y llega muy cansado.

Manolo me ha prevenido contra el albergue municipal de Mérida porque está a 5 kms. de la ciudad en sentido totalmente contrario al camino. Mi idea era dormir al cobijo de algún chiringuito cercano a la presa de Proserpina, pero la incesante lluvia y el frío, desaconsejan la aventura. Así que el antiguo albergue de “Los Pinos”, a la salida de Mérida, será nuestro destino nocturno.

Después de comer diferentes chacinas de la zona, Luis se va a descansar mientras Werner y yo esperamos a que sean las cinco de la tarde para visitar la basílica de Santa Eulalia y sus excavaciones. Yo tengo especial interés en conocerla porque la Santa, es copatrona de Barcelona, y en nuestra sede catedralicia, bajo el altar mayor, se encuentra su cripta.

Al salir, aún me quedan ánimos para ver unos videos en el Centro de Interpretación de la Vía Romana y mientras cruzo el puente romano sobre el río Albárrega, me llegan noticias de mi ahijado Gerard desde Egipto. Le contesto diciendo que a mi derecha, en el acueducto de las Maravillas, estoy contemplando 15 cigüeñas, ¡y que se cuide él de los cocodrilos!.

Llego a “Los Pinos” pero sólo está Luis, Werner se nos ha perdido por el camino y no aparece. El dueño nos cuenta las trifulcas con el Ayuntamiento para mantener abierto el albergue; el triunfo de la “oficialidad” y cómo en ocasiones, el albergue municipal ha cerrado la puerta al peregrino porque está ocupado por grupos “de pago”.

Como la cocina está en obras, vamos a comprar algo para desayunar y entre otras viandas, cenamos un revoltillo de criadillas de toro con una botellita de vino de la Tierra de Barros ¡Bien!.

X.- Volveré, presiento que he de volver.

Martes 10 de agosto. Mérida-Alcuéscar. 38,5 kms.

Salimos por carretera hasta la presa romana de Proserpina. Luis va quedando retrasado, le duele la rodilla, aguantará hasta Cáparra.

La mañana está fresca y se camina muy bien. A la altura del camping aprovecho la máquina de refrescos y le espero, no es normal que vaya tan despacio, pienso que algo le pasa. Cuando me alcanza, pasa por mi lado y me dice: “¿Ya paras?, ¿Ya comes?”. ¡Vaya hombre! ¡Y yo que estaba preocupada por él!, ¡Ala, Buen Camino!.

El espectáculo del sol acariciando el agua del embalse es un lujo para todos los sentidos. El aire está fresco por la lluvia del dia anterior; todos los reflejos dorados brillan en la superficie azulada; oigo cantar a los pájaros y ladrar a algún perro bien sujeto; huelo la mañana; degusto la soledad.

Al pasar por los chiringuitos del camino que circunda la presa constato que hice bien en no ir a dormir allí, está todo empapado y lleno de charcos.

Cuando por fin abandono la carretera que se aleja del pantano entro en las estribaciones del Parque Natural de Cornalbo; encinas, alcornoques y majestuosos bloques de granito que se repetirán en los próximos dias, acompañan mis pasos.

Dejo atrás a Luis y en ligero ascenso llego a El Carrascalejo sola. Lo primero que observo es que en el escudo del pueblo luce la Cruz de Santiago y que la señalización de los alrededores no se limita a las flechas amarillas sino que tiene más contenido jacobeo.

En la plaza del pueblecito una señora, desde una cabina telefónica, informa a su interlocutor de que ha llegado una peregrina como si fuera motivo de fiesta. Paro un rato y hablo con Goyo y Montserrat que están en el Camino Aragonés rumbo a Arrés. Pasan dos ciclistas, se limitan a preguntar dónde se sella y como allí no se sella porque el Ayuntamiento sólo abre el martes por la tarde, se van de mal humor.

Llegan otros cinco ciclistas, hablan de la siguiente etapa y me meto un poco con ellos porque van sin alforjas. Me cuentan que se están entrenando para hacer el camino en bici, por eso van tan ligeros de equipaje. Me piden que les haga una foto con las bicis en la puerta de la iglesia que tiene una original cúpula piramidal de metal.

Les sugiero que las bicis no deberían salir en la foto porque no quedarán bien. Insisten. Hago la foto, y como es de esas máquinas digitales, resulta que la foto no sale. Les advertí: la culpa es de las bicis, no son fotogénicas. Nos reímos un rato.

Luis llega roto y camino con él hasta Aljucén, un paseíllo de suave descenso cortado por las obras de la autovía.

En Aljucén reponemos fuerzas en un amplio

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