El Camino de Santiago, estado de la cuestión

Roncesvalles
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Descripción

Va para quince años hice, paso a paso, el Camino de Santiago —de San Juan de Pie de Puerto a Compostela, con el añadido del tramo alternativo que va del collado de Benteartea hasta Roncesvalles, por la ruta de los puertos de Cize, o de Napoleón— entre el primer día de julio y el quinto de agosto.

Y la verdad es que no había sospechado previamente ni lo que era aquello, ni mucho menos lo que iba a ser para mí: vivir el conocimiento carnal del Camino, recorrer su historia —que es parte sustancial de nuestra Historia— y meter por los sentidos la vida que en el Camino anda, en toda su verdad y su zozobra. Mientras caminaba —cuatro o cinco horas cada mañana— iba entendiendo cómo puede seguir viva una senda trazada mil años atrás, en números redondos, y que ha pasado por largos períodos de olvido y completo desuso, y recibido —sobre todo en estos tiempos nuestros— las más demoledoras agresiones.

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Y en las dos razones que se me alcanzaron está la razón suprema de su, por ahora, permanencia: la letanía incesante de las arquitecturas expresamente erigidas para el Camino, y el sentido de posesión que, de padres a hijos, arraigó en los que iban naciendo y viviendo en su cercanías, que recibían y poseían la gran vereda como una herencia, aunque durante demasiado tiempo nadie hablara de ella. El Camino de Santiago fue una bullanguera corriente de vida, hecha de esperanza, de ilusión, de dolor, de picardía, hasta de delincuencia; un río de creencia y de negocio, un testimonio de compromisos de fe y de mercadería adjunta. En él se dieron todas las condiciones por las que es y se manifiesta y perdura la vida en una ciudad o en una comarca. Se fue cuajando de monasterios, hospederías, hospitales y tabernas, hasta convertirse en un modo de ciudad andariega, en movimiento incesante, que iba necesitando concesiones a lo cómodo, garantías de seguridad, trazado de rutas y construcción de puentes. Mediante lo cual se iba logrando la finalidad primordial del Camino mismo: establecer una frontera de vida y resistencia frente a las embestidas árabes; fijar una singular frontera, hecha de gentes en marcha y de gentes que daban albergue; una frontera de vida incesante, pero que recorría un sendero establecido y tintado por lo misterioso. Poblar el recorrido, sembrar los campos fronteros, poner en la tierra esa vida que sólo puede nacer y crecer y durar allí donde se está y se muere sin tregua.

Conviene recordar que el Camino debió nacer con cierta espontaneidad y poco a poco, hasta que se llegó a la percepción de su precioso valor, en una conjunción —diríamos— galaico/borgoñona/cluniacense, que tuvo claros nombres: Diego Gelmírez, Raimundo de Borgoña y su hermano Guido, que acabaría en papa Calixto II. De ese singular trío nacería el gran respiro de la peregrinación y, como instrumento imprescindible, el trazado, establecimiento y conservación del Camino Francés a Compostela, rico en denominaciones de origen: calles de los Francos, Villafranca de Montes de Oca, Villafranca del Bierzo. Mientras un significativo —copioso— número de lugares añadían a su nombre propio el apellido del Camino. Cuyas márgenes se fueron enriqueciendo con múltiples monasterios benedictinos — cluniacenses, claro—, cistercienses, y más tarde con el establecimiento de dominicos y franciscanos en buena y varia plantación de conventos. Con un sentido claro de atención y perfeccionamiento de la ruta establecida, con ejemplos tan claros como los aportados por San Juan de Ortega y Santo Domingo de la Calzada, ingenieros de puentes, de hospederías y hospitales. Con sencillez y parquedad de espacio, ese fue el origen, sólidamente establecido, de lo que todavía existe, en gran parte, si los obradores públicos deciden parar en su capacidad de estropicio, antes que sea demasiado tarde.

Va, como decíamos al principio, para quince años, el Camino de Santiago presentaba dos especies de agresión: por una parte, largos trechos convertidos en carretera, por el sencillo procedimiento de echarle firmes y revestimientos asfálticos al Camino; por otra, la brutal destrucción de cualquier resto histórico, mediante la ocupación de los espacios por múltiples, varias y costosas invenciones, que bien pudieron erigirse un poco más allá o acá, respetando lo que, no ya como venerable tradición, sino como testimonio histórico de la sustancia entrañable de Europa, merecía ser respetado.

Pongamos por casos estrepitosos los siguientes: voladura controlada —como se dice ahora— de buena parte del Camino aragonés, mediante reformas de carreteras en la muga de Somport, la construcción de la maravilla —que sigue corpore insepulto— de la Estación de Canfranc; y, lo que es mucho peor, la construcción del Pantano de Yesa, que tras haber dado al traste con el Camino a la vera del monasterio de Leyre, está amenazando ahora mismo con una obra de agrandamiento de impredecibles corolarios.

Otrosí la esplendorosa autovía que anegó, rompió y enterró el Camino en el trecho que va, desde la salida de Logroño hasta la casi entrada de Navarrete. O el trasiego autoviario de la entrada de Burgos, o la de Ponferrada; para culminar en el aplastamiento del Camino por el aeropuerto de Compostela. Por no entrar en menudencias, como la fractura en el trazado que se perpetró para construir el olímpico y célebre estadio de Arca (La Coruña); o el cierre y alambrado de la ruta compostelana decidido por un poderoso —se conoce— propietario, en tierras de Coto (Lugo), lindando con La Coruña.

Hablamos de un tiempo tan cercano, pero tan distinto como el de quince años ha. Estaba entonces madura la creación de la conciencia del Camino de Santiago, que tenía tres orígenes y un muy lejano fundamento. El fundamento —todo hay que decirlo— quedó establecido por la convocatoria formulada por el Instituto de España "para contribuir a las festividades que se preparan en conmemoración del XIX Centenario del martirio del Apóstol Santiago", por la que se creaba un premio de 50.000 pesetas (de las de entonces) para el mejor estudio sobre "Las Peregrinaciones Jacobeas". Lo de que de todo hay que decirlo se refiere a que la dotación del premio se atribuía, en la convocatoria, de modo personal al que conocemos como el entonces Jefe del Estado.

De aquella convocatorio salieron dos obras:

"Las Peregrinaciones jacobeas", capitaneada por don Luciano Huidobro, entonces párroco de Castrogeriz, y "Las Peregrinaciones a Santiago de Compostela", de Luis Vázquez de Parga, José María Lacarra y Juan Uría. Ambas obras, agotadas durante lustros — pienso que la primera sigue sumida en el agotamiento— fundamentaron, en efecto y discretamente, lo que vendría casi cincuenta años después. El premio fue convocado en 1943. Hay en esta historia un punto clave intermedio. En 1971, bajo el patrocinio de "Los Amigos del Camino de Santiago", de Estella, aparece el libro llamado "Rutas Jacobeas", de Eusebio Goicoechea Arrondo, al que acompaña una "Cartografía del Camino de Santiago" de tan modesta concepción técnica como gran utilidad para el caminante. Curiosamente, en el mismo año aparece "El Camino de Santiago. Estudio Histórico-Jurídico" de Elías Valiña Sampedro. Es la aparición de un nombre mítico: el cura de El Cebrero. Elías Valiña va a dar su — desgraciadamente— no larga vida por y para el Camino de Santiago. Va a dedicar muy buena parte de ella a la comprobación, punto por punto, del trazado de la ruta; a su esclarecimiento mediante una señalización simple y laboriosa: pintar flechas amarillas — toques amarillos allí donde el espacio no permite diseños— en cada desvío, en cada vacilación posible en el ánimo del caminante. Invento que acredita el ingenio de su creador, pero que deja bien clara la desatención, respecto del Camino, por parte de cualesquiera entidades o poderes públicos.

Elías Valiña haría de la ruta jacobea una profesión, manifiesta en su "Guía del Peregrino" que, hasta la aparición de la titulada "Camino de Santiago. Guía del Peregrino", de Antonio Viñayo, ha sido el libro de horas de todos los que caminaron a Compostela. Parece imprescindible dejar constancia de otro nombre: Andrés Muñoz Garde, alma y brazo de los Amigos del Camino, en Pamplona que, como el cura del Cebrero, parece que tuvo prisa por subir al otro Camino de Santiago: el de las estrellas.

De quince años a esta parte no ha faltado quien moviera el avellano. El avellano múltiple, variopinto y político de la Administración. Pero, dadas las circunstancias, el avellano a mover resulta disperso, contrapuesto, sustituido, altanero y distante. Por lo que su movilidad viene a ser poco menos que imposible. Y cuando se logra, es cosa de echarse a temblar. Sobre todo en algunos casos. Se constituyeron, en efecto, altos consejos político-camineros. Se decretaron amplias y profundas atenciones. Pero, con la excepción de la Comunidad Navarra, que se ocupó de sus trancos del Camino con generosidad, eficacia y acierto; y de la Comunidad de Galicia, que se puso a la tarea, los grandes entes se limitaron a plantar, donde les pareció oportuno, grandes carteles señalizadores, de vario acierto, como tuve ocasión de comprobar. ¿Qué más?

En el Camino de Santiago que uno anduvo había —aún— andaduras memorables. Trecho, en lo alto, de Benteartea a Roncesvalles; trepa umbría y mística, por el otro lado, de Valcarlos a Ibañeta; trasmonte fresco y lejano, previo y siguiente al Alto de Erro; travesía ascética de los Montes de Oca, donde uno sentía que la mística más jugosa brota de la sequedad previa más exigente; camino a palo seco desde Itero de la Vega al Otero Largo y al Otero Merino; subida por las cuaresmas mitigadas de Rabanal, que se van resecando camino de la Cruz del Ferro y del desnudo violento de Foncebadón; entrega al encanto de la corredoira. Pero —acaso sobre todo— abandono de uno mismo en la inmensa soledad, absolutamente llana, que sobrecoge y enardece, desde Calzada de Coto a Reliegos, una soledad de casi siete leguas, sólo suspensa por el paso por un lugar —El Burgo Ranero— cuyo nombre resalta, por sí mismo, el sentimiento de haber llegado a otro mundo y quién sabe si al otro mundo. ¿Qué más?… Pues este ámbito incomparable, esta soledad ni siquiera sonora acaba de ser destrozada, en su comienzo y en buena parte de su trazo por las parafernalias técnicas de una nueva autovía a la que sus creadores inefables han tenido el tino de llamar Autovía del Camino de Santiago. ¡Bien! Hemos destrozado algo; pongamos su nombre al verdugo…

Hará seis años que uno mismo, temiéndose lo peor, clamó porque al Camino de Santiago, como garantía de supervivencia y de uso, se le concediera una excepcional extraterritorialidad, que le defendiera de las banderías autonómicas; de los favores y las contras de dos territorios fronteros gobernados por partidos opuestos. Que permitiera, de una vez, el cobro de conciencia de lo que el Camino de Santiago significa, contiene y vale, antes de que, poco a poco o mucho más, se nos vaya borrando, o convirtiendo en una feria periódica, dispuesta a darle al bombo y al platillo cuando Santiago caiga en domingo, y a meterlo en el desván entre tiento y tiento. Pero la respuesta fue, claro está, el más
estricto silencio por demás administrativo.

Porque el Camino de Santiago no es una beatería prehistórica, ni una martingala ateneística, ni una manía española. Y basta, para probarlo, con echar una ojeada a lo que no opina ni fantasea, que son las piedras. El Camino hizo posibles cosas como San Marcos de León, como el Hospital Real compostelano, o el Monasterio de San Zoilo, en Carrión. Cosas como los monasterios de Iranzu, de Irache, en Navarra; o San Juan de Ortega, en Burgos; o el Hospital (hoy Parador) de Santo Domingo de la Calzada; o Santa María, en Villaverde de Sandoval.

Cosas que, en este tiempo nuestro, pueden haberse convertido en ruinas, en semivacíos o en Paradores de Turismo, sin que sus varios y tristes destinos hayan conmovido lo que, paradójicamente, llamaríamos conciencia administrativa. Con la mejor de las suertes, piezas arquitectónicas e históricas incomparables han acabado en hoteles de más o menos estrellas. Como el castillo de Sigüenza. Otros castillos pararon, no hace tanto, en silos del entonces Servicio Nacional del Trigo. Que de menos, de cada vez menos, nos hizo Dios… Y lo que vaya cayendo. En un tiempo en que las vocaciones monásticas —y aun frailunas— van surgiendo como las pepitas de oro en los viejos ríos, no es difícil prever los vacíos monacales que se van avecinando.

Muy posiblemente para amparar la creciente avalancha del turismo. Puestos a seguir haciendo el camino de las utopías, bueno sería —previa consecución de un buen mecenazgo comercial— organizar una caminata compostelana, en toda su extensión, a la que invitar a los altos responsables culturales y económicos de nuestras Autonomías y a los pocos que vayan quedando en la Administración Central. (La transferencia de funciones a las Autonomías va a producir, no tardando, vacíos comparables a los de los viejos monasterios. Puede que, con el tiempo, las sedes ministeriales, tristemente deshabitadas, sean convertidas en pimpantes y rentables establecimientos turísticos). La fecunda, fatigosa, incomparable andadura a Compostela transformaría, sin duda, el amplio espacio de las cabezas decisorias en un manantial de ideas para dar lo que es suyo a una realidad tan larvada, tan rica y tan prometedora como el Camino de Santiago.

Llegará diciembre y el pleno empleo publicitario del Xacobeo pasará a mejor silencio. Los organizadores turísticos pensarán en otras cosas, que también son las suyas. Se irán poniendo viejas las señales do Camiño. Puede que casi nadie eche de menos la integridad verdadera del gran horizonte de El Burgo Ranero. Que nadie sospeche lo que queda por descubrir bajo la apariencia del Camino de Santiago. Y acabará pensándose: ¡qué más da!…Había en la Iglesia Católica una parcela de hermosura, de autenticidad, de cultura; es decir, una parcela de compromiso. Se llamaba Canto Gregoriano. Pero se produjo un Concilio. Y los padres conciliares decretaron que aquello era una historieta vieja y alejada del pueblo. Con lo que unos cuantos puñados de siglos de uso y disfrute se fueron al olvido. Eso sí: El Vaticano decidió —acaso para un delicado recuerdo— conservar para sus celebraciones una pieza sin igual: la más pobre y dudosa de procedencia que había en los cantorales: la Missa de Angelis. Que, sin duda para que no resulte demasiado metafísica e indigesta, entreveran, un versículo sí y otro no, con prodigiosas polifonías escritas especialmente para cada domingo por el maestro de una capilla que no se sabe si todavía se llama Sixtina.

¿Estamos en un eficaz, casi vertiginoso, tiempo de cambios? ¿Estará uno entregado a una nostalgia propia de sus años? A saber… Pero lo cierto es que una arquitectura sigue siendo lo que es; que un paisaje sigue siendo respetable —y en algunos casos venerable— y que, por mucho carácter legislativo que le pongan, una chapuza no deja de ser una chapuza. Por irremediable que resulte.

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