Silencio
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« Una cosa es cierta : yo no hago el Camino para conocer gente, se dice Camille. No quiero conocer más gente. ¡Cuantas trivialidades hay que decir y oir en la vida! Cada día sobrepaso mi límite. Cara a cara, por teléfono, por correo electrónico, hasta por videoconferencia… La vida es así : siempre hay que hablar con alguien –novio, amigo, familiar, colega o desconocido–, buscar las palabras, hacerlo reir, seducirlo para venderle une idea, un informe, un proyecto, una salida al cine, una decisión importante. O sencillamente para llenar un vacío. ¡Ya no puedo más! Mis amigos y mis clientes sobrevivirán sin mí durante tres semanas. Si vengo al Camino, es para apartarme de la gente (sobre todo Michel, ¿verdad, Camille?), hacer mis cosas, sumirme en mis pensamientos. »
Camille está en León, en el albergue de peregrinos de las Benedictinas. Se está preparando para hacer los cuatro cientos kilómetros de su Camino. « Un día, me escaparé por tres meses, haré dos mil kilómetros, y me aprovecharé del silencio, enormes volumenes de silencio que llenan el cielo hasta el horizonte. »
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Michel siempre decía : « ¡Eres una salvaje! Volverás ermitaña un día…»
Esta idea de Michel no es tan descabellada : de ser creyente, tal vez se quedaría con las Benedictinas en León. La simplicidad de la ceremonia de acogida, la gentileza de la joven monja que contesta a sus preguntas sin una palabra superflua, todo ello contrasta con el ruido que hace el centenar de peregrinos revoloteando sus cosas, intercambiando las mismás palabras inutiles de siempre, al otro lado del edificio. ¿Les dará tanto miedo la soledad?
Michel hubiera hecho lo mismo. Hubiera formado un grupo de gente jovial, organizado la visita a la catedral, decidido donde irían todos a cenar. ¡Les hubiera entrenado como un rabaño de ovejas!
Esta tarde, nadie piensa en invitar Camille a unirse a un grupo, como si no la vieran. Estaba tan acostumbrada a seguir en la estela de Michel. ¿Tal vez? De todos modos, ¡les hubiera dicho que no, a esta pandilla de chillones! Se le encoge un poco el corazón a la idea que nadie se interesa por ella, pero se avergüenza de este sentimiento. Pasar desapercibida es precisamente lo que quiere. Camille desecha con rabia la imagen tenaz de Michel.
Al día siguiente, atraviesa los diez kilómetros un tanto aburridos por donde se sale de la ciudad. Camille no esperaba tanto calor a finales de abril; su metabolismo, aún en modo invernal canadiense, no está acostumbrado. Sudorosa y despistada, se encuentra en un cruce de caminos. A la izquierda, se va a Villar de Mazarife y a la derecha, a Villadangos del Paramo. La guía no menciona nada de esta alternativa.
Dos peregrinos se acercan, paran justo en el cruce y empiezan a hablar animadamente. Están a varios metros, pero Camille lo entiende todo, porque el tono sube. Él quiere ir por Villar : « El camino es mucho más bonito; mira que verdoso es. Se pasa por el monte, se evita la ladera de la carretera y se llega a un pueblo muy bonito. »
Ella prefiere Villadangos :
– Pues si, y con la lluvia de los últimos días, estará lleno de lodo, nuestras botas pesarán kilos al cabo de cien metros. Dicen que el refugio de tu « bonito pueblo » es asqueroso, parece una cuadra. Y no sabemos ni cuantos kilómetros son hasta allí, todas las guías que consultamos discrepan en cuanto a la distancia. No quiero hacer más kilómetros de lo justo, ¿no viste mis ampollas esta mañana?. ¡Quiero ir a Villadangos echarme una buena ducha caliente y tomar un vaso en el bar, coño!
-¡Pero ya sabes cuento tiempo hace que quiero conocer el pintor que vive alli! ¡Que egoista eres! ¡No me dejarás cumplir este sueño por unas ampollas!
– El camino tradicional pasa por Villadangos; dicen que el pintor ese tiene enchufe con el alcalde y así ha logrado imponer el desvío a Villar para vender sus telas. ¡Que creido eres!
–¡Puros chismes! ¿Además, quién sabe por dónde pasaba el Camino hace ocho cientos años?
Camille ya no quiere escuchar. El intercambio colérico de la pareja le da náusea. ¿Cuantas veces se habrá peleado así con Michel?
Ya no se reconoce; ¿es ella esta mujer confusa, indecisa, casi paralizada? « Normalemente me aventuraría por el camino de la izquierda sin pensarlo dos veces. ¿Le tengo tanto miedo ahora a lo desconocido y a la soledad? »
No, lo desconocido no la asusta, y además no es su primer Camino. Le había gustado muchísimo el primero, pero se ha prometido que este sería totalmente diferente : iría a pie y no en bici, haría cuatrocientos kilómetros en vez de mil, tomaría el tiempo de admirar cada paisaje, cada planta, cada monumento, cada pájaro… Tomaría elle misma las decisiones, en vez de estar ciegamente al remolque de Michel.
Otra cosa : no tiene cámara fotografica, ni el cuaderno y el lapiz de rigor. Esta vez, no habrá página Web. Para recordar los momentos mágicos del Camino, no quiere fiarse a las fotos o al diario, sino a su simple memoria. Saldrán del olvido en cualquier momento : una cara, una palabra, un olor, una metedura de pata, un plato sabroso, una nube, una ampolla, una conversación. Quiere revivir espontáneamente todos esas cositas que, en cualquier instante, llenan a los peregrinos de una felicidad inexplicable. De vuelto a la vida cotidiana, estos pequeños recuerdos producirán repentinamente una mezcla de felicidad intensa y de morriña profunda, un efecto que la pagina Web de Michel no logra conseguir.
« Si, este Camino será totalmente distinto », se dice a si misma. No se da cuenta de lo bien que acierta…
Se imagina acercandose a los peregrinos peleadores, pero las palabras no quieren pasar de sus labios; no está lista para romper el voto de silencio que inconscientemente ha adquirido esta mañana.
Los deja pasar. No quiere saber por donde optaron. « Como me gustaría tener alguien para poder discutirlo », dice en voz alta, sorprendiendose a sí misma. Bueno, cuanta gracia tendría la vida sin contradicciones ¿verdad?
Riéndose, se siente tonificada. Se riñe interiormente como a una niña, reajusta su mochila, toma el bordón y… divisa a veinte metros una de esas imagenes sorprendentes que hacen felizes a los peregrinos : una vieja española vestida de negro, arrugada y diminuta, discute alegremente –en que galimatías, se pregunta uno– con un peregrino de los auténticos. Está medio de espaldas y Camille puede admirar su atuendo irreprochable estilo Coronel Tapioca. Todo es nuevo, sombrero, mochila, pantalón, botas de senderismo, no falta nada. (¿Cuantos centenares de euros hay que gastarse para vivir la vida sencilla de un peregrino del medievo? Como a muchos de sus congéneres, esta contradicción le hace gracia.)
Nuestro peregrino da la vuelta, buscando de la vista el camino que le indica la viejita, y Camille ve su cara. Está avergonzada de haberle juzgado con tanta sorna. No se parece a los demás. Hay algo conmovedor en la manera en que trata de descifrar lo que le dice la vieja. No es joven, tiene los rasgos cansados, y en vez del bordón lleva un bastón. Gafas enormes, barba larga, sonrisa serena, oído atento. Su lenguaje corporal dice mucho de él.
Cuando lo ve negar con la cabeza con aire perplejo, no puede hacer otra cosa que acercarse para hablar con esta pareja improbable. Camille domina tres idiomás, y muy a menudo se le pide hacer el mediador en conversaciones de este tipo. Se siente orgulloso de ello, y esta vez el orgullo prevalece sobre la promesa de silencio.
Saluda a la señora y, tornando su mirada hacia el forastero : « ¿Can I help? » Instintivamente, se dirige a él en inglés. Tiene pinta de anglosajón; es una cosa que no se explica.
« Yes please, I'm not sure which way to go. »
Camille traduce para el peregrino lo que dice la señora, describiendo en pocas palabras las dos alternativas, ateniéndose a lo esencial, como ayer la monja tan serena. Después seguirá sur camino, escapándose del peligro : se intercambia el nombre de pila, el lugar de origen, los intereses y después uno ya está en la cuesta resbaladiza, como le pasó a ella con Michel. Hablar es una adicción peor que el tabaco.
Se promete que sabrá aguantarse. Después de escucharla con su aire afable, el hombre explica :
– Para mí, no hay elección posible : el bastón no lo llevo por capricho sino porque tengo problemás de rodilla; además, me falta medio pulmón, lo que me prohibe cabalgar monte arriba. No veo ningún inconveniente en tomar el sendero que bordea la carretera. Es imposible verlo y conocerlo todo, por mucho que uno abra los ojos.
– Yo no quiero perderme nada. ¡Si me escuchara, haría las dos variantes una tras otra!
– Pero es que ya sabes porque estás aquí. Yo estoy seguro que lo percibiré algún día, pero por ahora no tengo idea. Ni estoy seguro que me gusta… pero lo acabaré a la fuerza.
Camille, intrigada, cae bajo el hechizo de su voz pausada y de su acento. Sin darse cuenta, empieza a caminar al lado suyo. Hace tiempo que nadie la ha mirado con tanta dulzura. Aventura dos palabras : « ¿You're Australian? » « ¡Why yes! Me llamo Bruce. Bravo, desde que he empezado a caminar hace un mes, he hablado con cientos de peregrinos de una veintena de paises y eres la primera que ha acertado. Hasta los australianos me toman por inglés. Tienes muy buen oido. »
Son casi las primeras palabras que le dirige y es un cumplido. Y yo, se pregunta, cuando conozco a alguien, ¿cuantas veces le hago un cumplido en los primeros minutos?
Camille sonrie, la sangre le afluye a la cara. Es algo que no ha sentido desde hace tiempo, desde Michel...
La frase que debería decir – « Pues yo he decidido tomar el otro camino, hasta la proxima » – no quiere atravesar sus labios.
Bruce enlaza con los acentos, los idiomas, las diferencias culturales; aborda los placeres de viaje lejos de casa; gira hacia la ecología. Todos ellos, temas de predilección para Camille.
Son discusiones sin orden ni concierto, pero de ninguna manera triviales, y Camille empieza a participar con entusiasmo. Él se divierte tanto como ella.
Camille siente un momento de vértigo, pero camina de repente con el paso más ligero. Lo olvida todo : el sudor, les ampollas nacientes, el peso de la mochila, el ruido de los camiones. Olvida también su promesa. Siguiendo los entresijos del pensamiento de Bruce, le contesta, oye su risa, ve sus ojos regocijados cuando ella dice algo que lo sorprende y lo encanta. A su lado, se siente más graciosa, más inteligente, más seductora.
Él le cuenta su vida en Australia : dirige un organismo que busca empleos para los disminuidos mentales. Cuando describe sus éxitos, su cara resplandece; cuando habla de sus broncas con funcionarios obtusos, sus ojos fulminan. Es un hombre apasionado. Es el tónico que le faltaba a Camille.
Durante diez días, Bruce y Camille, almas gemelas, caminarán juntos, dormirán el uno al lado del otro en los albergues, tomarán todas las comidas juntos, reirán de sus bromas y de sus idiosincrasias, admirarán juntos los paisajes del Bierzo y de Galicia.
Camille sabe que esta amistad atravesará los años. Porque aunque se digan todo, a menudo caminan en silencio. El silencio de la complicidad.