Ultreia e suseia
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HACIA MÁS ALLÁ Y HACIA MÁS ARRIBA (Ultreia e suseia)
Crónica de una peregrinación y coplas escritos por José María Maldonado
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Tres meses antes del Camino
Sevilla, 20 de marzo de 2002
Antes de comenzar a tomar estas notas he bajado a la papelería a comprar un cuaderno de una raya, como los del colegio de toda la vida, aquellos que por detrás traían la tabla de multiplicar.
El hijo del dueño del establecimiento, que me conoce, me ha preguntado con cierta sorna si lo del cuaderno tan infantil era alguna forma especial de buscar la inspiración, o alguna manía propia de artista excéntrico.
- Nada de eso, - le aclaré- es que estos cuadernos ocupan poco sitio en la mochila y pueden doblarse. Dame también un bolígrafo bic cristal de los de siempre. Esto más que nada es para que haga juego con el cuaderno.
La verdad es que tal vez tuviese ocultas razones a la hora de elegir tan rudimentarios instrumentos de escritura. Quizá el deseo de abrir uno de estos cuadernos, olerlo, acariciar sus páginas y recuperar no sé qué tiempo perdido.
Pero no me gusta caer en veleidades proustianas. Siempre he querido ser un hombre sin recuerdos. Por otro lado, una mañana de Marzo en Sevilla no deja lugar para ocuparse del pasado. Una ráfaga de olor a azahar me hace instalarme plenamente en el instante en que vivo y disfrutar con toda la intensidad posible de este solecillo bendito, de esta primavera y de esta ciudad a veces tan próxima al paraíso.
Desde que se presiente la estación primaveral van mis paisanos por la calle con mejor cara, les brota una sonrisa a la primera de cambio y ya no se quejan tanto las mujeres en el mercado de los precios, de sus cervicales ni de sus maridos. Me pregunto si serán conscientes de la riqueza que poseen por el solo hecho de vivir en un lugar tan privilegiado. Nacer en un sitio amable, tal como está el planeta, es como para dar todas las mañanas gracias al dios o al infinito azar en el que cada uno crea. Eso mismo debe ocurrirle a los habitantes de muchas ciudades y aldeas, ojalá en todas partes los hombres estuviesen tan enamorados de su tierra como los sevillanos lo están de su ciudad.
Cualquier lugar es maravilloso cuando se le ama, y hay sitios que han sido amados y vividos durante muchos siglos, y en los que la huella del hombre, lejos de destruir, ennobleció el paisaje, lo vistió de leyendas y monumentos sin que por ello perdiese fuerza la desnuda majestad de la tierra.
En estos cuadernos quiero dejar testimonio de amor a uno de esos lugares privilegiados del planeta, donde el hombre y el universo tienen tantas cosas que contarse. Un amor que siento ya, cuando aún apenas lo conozco. Un lugar con forma de serpiente pisoteada, aunque simboliza lo contrario de la serpiente bíblica. El Camino de Santiago es uno de los lugares menos diabólicos y más auténticamente luminosos que existen (y esto lo escribe un sevillano, que acerca de la luz sabe algo).
Pero tan infinita como la luz de Sevilla, del mar de Huelva o de los amaneceres de Sierra Nevada puede ser la íntima vibración de las semioscuras iglesias románicas, y me pregunto qué cosas dirá la luz de los amaneceres de los Pirineos o del monte Irago...
Mi mente, siempre huidiza del presente, siempre incontrolada, vuela estos días a menudo hacia los nortes de España, imaginando mil vicisitudes sobre mi próxima peregrinación y tengo que atraparla y traer mi atención a la realidad de nuevo. No están estos momentos como para perdérselos. En las iglesias de Sevilla los dioses y diosas se preparan para salir a la calle y celebrar la primavera con nosotros y me dispongo a vivir este sueño de colores con la misma intensidad de siempre.
Cuando esta fiesta acabe, aún con la impresión en mi retina de haber visto alejarse a la gran diosa de San Gil bajo el cielo bordado de su palio, volveré otra vez a soñar con el palio infinito de la Vía Láctea sobre mi cabeza.
Va siendo hora de comenzar a hacer los preparativos.
SEVILLANAS JACOBEAS 1 - 3
SEVILLANA I
Me voy a hacer un camino
que no conduce al Rocío
sino que va al fin del mundo
por montañas y por ríos.
Un camino sin carretas,
sin bueyes ni simpecados,
humilde con mi mochila,
una vieira y un cayado,
que el que yo hago
es el camino, niña,
que va a Santiago.
SEVILLANA II
Olvidaré mi guitarrra,
el bullicio y mis amigos
para andarlo en el silencio
hablando a solas conmigo.
A ver si así, hablando a solas,
según Machado decía
nazca de mí la esperanza
de hablar a Dios algún día.
Otro camino.
Ya no soy rociero,
sí peregrino.
SEVILLANA III
No he de hacerlo desde el Sur,
que hay otra ruta más bella:
una ruta que se orienta
con el sol y las estrellas.
Sin prisas, sin importarme
el tiempo ni la distancia
bajaré del Pirineo
cual si viniera de Francia.
En tal sentido
el sol y las estrellas
irán conmigo
Pamplona se adelanta
EL 23 DE JUNIO DE 2002, a eso de las diez de la noche llego a Pamplona acompañado de Manolo Bueno, hijo de mi hermana Falela. No vamos realmente como un tío y un sobrino que hacen juntos un viaje, pues estamos previamente de acuerdo en que queremos andar solos y de vez en cuando coincidir sin que eso suponga ningún tipo de atadura para ninguno. El tampoco necesita que lo lleven de la mano, pues tiene treinta y pico años y muchísimo más dinero y más fuerza física que yo, supongo, pues yo acabo de cumplir los cincuenta, aunque bien es verdad que tengo pocas cicatrices todavía. Por mi parte había decidido hacer el Camino solo, y es una condición sine qua non. En cualquier caso, antes de comenzar a peregrinar hay que trasladarse a Roncesvalles y viene bien tener alguien con quien charlar y con quien compartir las esperas en las estaciones.
Tras bajar del tren, preguntamos por el centro a dos señoras y su respuesta es una ofrecimiento amabilísimo a llevarnos en su coche. Nos dejan en la misma puerta del hotel Europa, donde habíamos reservado una habitación. Justamente al lado se encuentra la renombrada calle de la Estafeta con las empalizadas ya puestas para los encierros de los sanfermines, ya que empiezan dentro de unos días. En esa misma calle cenamos en un mesón y nos retiramos pronto.
Dado que sólo hay un autobús diario de Pamplona a Roncesvalles, y éste sale por la tarde, disponemos de bastantes horas para pasear por la ciudad al día siguiente.
Así pues, el primer lugar del Camino a Santiago que visito se ha adelantado. Tendré que pasar por aquí dentro de dos o tres días, cuando baje de Roncesvalles, pero podré pasar de largo sin detenerme. Tal vez no me apetezca el bullicio de una ciudad entonces y prefiera pasar la tarde y la noche en un albergue situado en cualquier sitio más pequeño. Esa idea me gusta. Sale el sol y todo está perfecto. Esta última frase se queda en mi mente traducida al inglés y con música de George Harrison ("Here comes the sun). It´s all right").
Continúo canturreando la cancioncilla hasta entrar en la catedral, donde me dedico a ver y escudriñar todo lo que puedo, a degustar el olor de la piedra antigua, del polvo de los siglos que a veces me produce unos estornudos que resuenan en las bóvedas como si tocaran los platillos las esculturas. Descubro una puertecilla abierta y detrás de ella una escalera de caracol. ¿Qué hombre curioso puede resistir semejante tentación? Subo la oscura y pétrea espiral hasta asomarme a una estancia donde unos operarios están reparando el órgano. Observo un momento en silencio y sin ser visto continúo subiendo hasta llegar a los mismos tejados de la nave, a un sobrado sobre las bóvedas en el que un ventanal me descubre un hermoso paisaje verde donde la ciudad termina. Intento imaginarme por donde vendrá el Camino de Santiago, pero en este momento mi sentido de la orientación no es muy notable y una cierta sensación de inseguridad me hace descender de nuevo.
Me llama la atención un altar que hubiese hecho las delicias de Luis Carandell. Está lleno de puertecitas y relicarios y tiene la siguiente inscripción: "Corpus et vas sanguinis sancti inocenti martiris". Si no entiendo mal se trata de trocitos de los cuerpecillos y un vaso con la sangrecilla de aquellos pobres niños a los que Herodes mandó degollar. Es la santa gandinga, que tanto gustaba a la Iglesia antiguamente y cuyo certificado de autenticidad sospecho que ha debido perderse. El Camino de Santiago está lleno de camelos maravillosos como este.
Paseando por la ciudad nos encontramos en una librería a una finlandesa, Mary, que apenas se entiende con el librero pues ella no habla español y el no habla por supuesto finlandés ni tampoco inglés, idioma en el que ella intenta comprar una guía del Camino de Santiago. Manolo y yo nos presentamos y le servimos de intérpretes. Ella busca la guía del País - Aguilar, pero sólo la tienen en español, de modo que le recomendamos la de la editorial Everest, la misma que yo llevo, y de la que sí tienen ejemplares en lengua inglesa.
Después del almuerzo volvemos a encontrar a Mary en la estación de autobuses esperando inútilmente que abran la taquilla. Un letrero dice bien claro: "Venta de billetes en el autobús", pero ella no entendía nada. En cambio, al lado había otro cartel que comunicaba que los sábados el autobús salía a las 16 horas (el resto de los días sale a las 18), y ella supuso que esa hora debería ser la de la venta de los billetes. Consecuentemente se había puesto a las tres y media de la tarde a esperar que abriesen, seguramente pensando que era la primera de una cola que no iba a formarse nunca. Sacamos nuevamente de apuros a nuestra amiga, la invitamos a un café y nos vamos tranquilamente a recoger las cosas a los respectivos hoteles.
A eso de las cinco y media regresamos a la estación de autobuses y nos dirigimos al de la empresa "La Montañesa" que nos llevará a Roncesvalles.
Por allí comienzan a aparecer algunos peregrinos. No tardamos en presentarnos e iniciar la charla unos con otros. Así conocemos a John de California, Peter de Nuevo México, profesor de español, dos señoras palentinas, una de ellas bastante mayor pues tiene un hijo con 43 años y, para más inri, ha sido operada de un tobillo en el que lleva varios clavos...
La Misa de Roncesvalles
A medida que nos alejamos de Pamplona el cielo va empeorando de aspecto. Cuando por fin llegamos a Roncesvalles parece que hemos vuelto al invierno. La niebla no permite ver nada más allá de cinco o seis metros. Está lloviendo. Nos dirigimos al albergue del monasterio donde nos reciben unos hospitaleros amables y eficaces. Rápidamente organizan la venta de credenciales (un euro), toman nota de nuestras procedencias y nos dan unas instrucciones bien precisas:
- "Los que luego vayan a cenar tendrán que hacer la reserva ahora y dejarla pagada en cualquiera de los dos bares restaurantes que existen aquí. La misa será a las 8´00, las cenas se sirven a partir de las 8´30 y el albergue se cerrará a las diez, hora en que deberán estar en sus literas. Antes de las 8 de la mañana deberán salir pues a esa hora el albergue vuelve a cerrarse. Arriba les indicará el hospitalero donde pueden dejar sus limosnas."
La primera vez que oí el término "hospitalero" me sorprendió un tanto. Pero en el Camino de Santiago la palabra "hospital" no tiene el sentido de clínica que tiene en las ciudades, sino el de casa de hospitalidad o albergue, y por tanto el "hospitalero" es el encargado de un refugio de peregrinos. Desde el primer momento los hospitaleros despiertan mi atención. He leído en Internet cosas muy contradictorias en torno a ellos y la única conclusión que he sacado es que tengo que hablar con algunos, pues debe haber gente muy interesante en ese gremio.
La tarde se pone de perros y nos miramos unos a otros con cierto terror, como si una borrasca al comenzar el Camino fuese un funesto presagio y no una cosa de lo más normal en el Pirineo Navarro. Pero al entrar en la iglesia desaparece cualquier pensamiento perturbador. La belleza del templo me absorbe por completo. La maravillosa nave gótica posee una iluminación perfecta y las justas proporciones para que el centenar aproximado de personas que estamos allí nos sentemos próximos y nos sintamos más próximos aún. Nos penetra el sonido magnífico del órgano cuyos tubos están situados en los primeros arcos del triforio.
Siete ancianos sacerdotes entonan algo en latín. Los graves del órgano suenan muy bien y la música me parece muy bella. Las voces quieren ser enérgicas aunque a algún fraile ya le tiembla por los años. Al terminar el canto uno de ellos hace una salutación a los peregrinos llegados de diversos lugares, y lee la relación de procedencias de los que allí estamos. Entonces me entero de que en el grupo hay gente de Brasil, Estados Unidos, Noruega, Finlandia, Francia, Australia, Nueva Zelanda... Miro de un lado para otro y veo que todos sienten la misma sorpresa, y hay una sonrisa general y como un escalofrío de emoción que nos recorre a muchos. Nos sabemos cómplices, compañeros de una gran aventura que está comenzando y eso nos reconforta. Cuando en la misa el cura dice: "daos la paz" todos nos deseamos buen camino unos a otros y la energía que nos transmitimos es tan intensa que casi da calambre. Me como el trozo de pan que nos ofrecen, comulgo, claro está. Lo contrario sería como hacerle un feo a los demás, un desprecio al dueño de la casa. Yo no he ido a misa desde que tenía quince años, salvo en alguna boda y en algún funesto día de entierro, y según lo que entonces me contaban he debido cometer un sacrilegio. ¿Sacrilegio? Por supuesto que no, me respondo inmediatamente. He sido empujado a comulgar, y Dios no puede enfadarse por eso. Acaso tendría que enfadarme yo por lo del empujón y decirle: "has sido tú, que te he visto" .
Tras la misa, el sacerdote que ha ido llevando en papel principal de la ceremonia nos lee en varios idiomas un texto del siglo XI en un tono que más que una oración parece que nos está hechizando. Convertido en gran hierofante nos muestra un círculo mágico:
- "Pido a Dios por vosotros -viene a decir- para que, venciendo todos los peligros que os acechen en el camino, lleguéis sanos y salvos a Compostela y luego a vuestras casas con vuestras familias, pero -alza la voz en tono autoritario- cuando lleguéis a Santiago tenéis que ser vosotros los que pidáis al santo y a Dios por mí" .
No es una símple fórmula ritual. Lo dice como una exigencia, estableciendo un pacto, una deuda sagrada, como si las energías que ellos nos transmiten en sus oraciones haya que devolverla al final para que no se pierda. De esa forma se cierra el círculo energético. En una de las sevillanas jacobeas yo había llamado al Camino "río de todos los afluentes" y ahora veo que la imagen era acertada. Me hallo ahora en uno de los nacimientos de ese río, quizá en la fuente principal. De aquí fluye una corriente energética que portaremos los peregrinos, pero este manantial es alimentado por la lluvia espiritual que nos envían desde Galicia, de la misma manera que ocurre con la lluvia y los manantiales de verdad. Alguna energía se perderá en el trayecto (peregrinos que no cumplen la promesa o desertan antes de tiempo), pero el camino es constantemente realimentado por peregrinos que se van incorporando a lo largo de sus casi ochocientos quilómetros. Algunos vienen ya con días de peregrinación a cuestas desde Francia e incluso hay quien viene andando desde algún país norte europeo. Para todos ellos la corriente magnética del camino es más que evidente. Una gran incorporación de caudal se producirá en Puente de la Reina, donde se une el ramal que viene del Pirineo aragonés. Otro gran afluente es la Ruta de la Plata, que se une al Camino principal poco antes de entrar en Galicia.
Tras la arcaica oración iniciática se entona una salve en latín con la iglesia a oscuras. Me sorprende el que casi todos la conozcan perfectamente y me llama la atención la forma de pronunciar la vieja lengua imperial que tienen los extranjeros según su país de origen. Detrás de mí un muchacho canta con voz melodiosa, conociendo el texto a la perfección pero pronunciando con un inconfundible acento inglés, y al otro lado una familia lo hace con acento germano, y más allá otros lo hacen con acento francés. El latín resucita hermosísimo en este mágico lugar y nos hace pensar a muchos y comentar después si no ha sido un paso atrás en la historia de Occidente y del mundo la renuncia que a finales del siglo XX ha hecho la Iglesia romana de su sagrada lengua.
La ceremonia, unida a lo infernal que se presenta el clima, nos deja a todos algo impresionados, y en el restaurante hacemos comentarios sobre nuestro entusiasmo y también sobre nuestras incertidumbres. Nos sirven una aceptable sopita, (quién me iba a decir que me iba a sentar tan bien a finales de Junio) y posteriormente una trucha frita. Brindamos con vino tinto. Finalmente nos dirigimos al dormitorio.
Pronto apagan las luces y comienza una desconcertante sinfonía de ruidos. El cercano reloj de la abadía suena fortísimo cada cuarto de hora, las literas crujen por todas partes y los que consiguen dormir roncan como truenos. Se oye afuera rugir el viento de forma amenazadora y no consigo pegar ojo. Me levanto varias veces para ir a unos aseos que quedan alejadísimos, en otro dormitorio, pongo de vez en cuando la radio (un pequeño transistor con auriculares) y así va pasando la noche mientras voy oyendo las horas, los cuartos, las medias y, cuando apenas queda un rato para que amanezca sé que me espera una dura jornada para la que apenas tendré fuerzas, ya que mi descanso ha sido nulo.
EL COMIENZO
En siete lenguas distintas
se recibe el primer día
de los siete sacerdotes
una fuente de energía.
En el umbrío Roncesvalles
con una oración muy vieja
rezan por los caminantes
para que Dios los proteja.
Es un arcano
que en su rezo desvelan
los siete ancianos.
Por la mañana
la incertidumbre entra
por la ventana.
Muy duros son los comienzos
y el alma se convulsiona
entre miedos y fantasmas
antes de alcanzar Pamplona.
Pero una fuerza segura
nos impulsa hacia adelante:
acaso aquella plegaria
de los siete hierofantes,
una energía
que ayuda en el trayecto
de cada día.
La primera mañana en el Camino
A las seis de la mañana la gente comienza a levantarse. Algunos encienden linternas para buscar sus cosas y suenan las cremalleras de los sacos de dormir y de las mochilas. He de sacar fuerzas de no sé dónde, pues la única que tengo es la psicológica y no sé si será suficiente para andar veintisiete quilómetros por estos montes. Tengo el cuerpo cortado, pero me decido y finalmente, tras un breve aseo gatuno me pongo a bajar las escaleras y que sea lo que Dios quiera.
Al salir encuentro a un muchacho brasileño que me dice que tiene miedo de ir solo entre la niebla y perderse.
- ¿Puedo caminar al lado de usted?
- Claro. Yo también me sentiré un poco más seguro siendo dos. Parece que está cesando la lluvia.
Entonces veo la primera flecha amarilla.
- Mira -le digo- ahí comienza nuestro Camino.
Pocos metros más allá aparece otra flecha y otra más. El pobre brasileño me da una y otra vez las gracias por enseñarle lo de las flechas. Se trata de un perfecto ignorante en todo lo relacionado con el Camino.
- Gracias, señor. Ahora estoy más tranquilo, con usted no me perderé. Muchas gracias, señor, obrigado, gracias.
A mí lo de "señor" y lo de "usted" me sienta como un tiro, pero debo entender que el chaval sabe poco español y el tuteo le resulta muy difícil.
Una nueva flecha amarilla nos interna en la espesura de los bosques encantados de hayas, y ese momento no es para contarlo sino para caminar fascinado a pesar de la intensa niebla, para sobrecogerse en silencio, aunque este es constantemente interrumpido por mi compañero:
- ¿Cree usted que habrá animales salvajes, señor?
- No tengo ni idea -respondo- A lo mejor hay jabalíes, osos, perros salvajes, ¡qué sé yo! Pero no te preocupes, que nunca se han comido a ningún peregrino, que yo sepa.
El muchacho me mira con los ojos aterrorizados:
- ¿Y lobos? ¿Cree usted que hay lobos?
- No lo sé, pero esto no es el zoológico sino el Camino de Santiago. De todas formas vamos a coger unas estacas que sirvan como bastones y además de ayudarnos a caminar nos servirán como armas en caso de que aparezca nuestro peor enemigo.
- ¿Qué enemigo, señor?
- El temible inspector de hacienda gris, por ejemplo.
- No comprendo señor.
- Que como mucho a lo mejor tenemos que apartar del Camino alguna vaca lechera, que de aquí a Galicia hay un montón.
Pronto encontramos dos buenos palos. Se despeja el cielo y no se pueden soportar los impermeables. En un descampado donde un grupo de tres o cuatro peregrinos descansan y comen algo nos paramos a guardarlos en la mochila y entablamos charla. El brasileño se despide:
- Ya no tengo miedo, señor. Voy a seguir caminando.
- Buen Camino.
- Gracias, gracias, muchas gracias...
Y se aleja haciendo reverencias. Yo me quedo tomándome alguna cosilla con los otros. Después Camino acompañado de un muchacho de Murcia. Se llama José Antonio, tiene veinticinco años y me va relatando la historia de su vida. Su madre ha muerto no hace mucho de esclerosis múltiple, lo ha dejado su novia y ha venido a ponerse en orden interiormente. Le está buscando sentido a su vida y cree que aquí va a encontrarlo. Hablamos acerca del Camino y de los buscadores. Le saco a relucir la teoría de que en el mundo hay dos clases de personas, los que creen que hay que buscar un tesoro que está escondido en algún sitio y los que no se plantean tal cosa.
Él se considera a sí mismo perteneciente al primer grupo, claro está. Le digo que en ese caso está condenado a buscar toda su vida. Nos divierte la idea de ser buscadores del tesoro, piratas buenos, o algo así.
Claro, que a continuación surgen las lógicas preguntas sobre cuál es el contenido de ese tesoro y dónde puede hallarse.
- Para responder a eso estamos aquí -me atrevo a decirle-. Plantéatelo como un juego o una especie de película de piratas. El plano del tesoro está roto en trocitos pequeños, esparcidos por ahí. La misión de los jugadores o de los protagonistas es ir encontrando los trocitos del mapa que faltan, intercambiarlos con los otros buscadores cotejando la información que cada uno encuentre para que cada cual vaya completando su puzzle personal, el mapa que le conduzca a encontrar su tesoro, el suyo propio. Lo fantástico es que en esta historia ha de haber un tesoro para cada uno o, mejor dicho, un tesoro común que por más gente que lo encuentre nunca menguan sus partes, un tesoro-manantial en el que de verdad hay para todos, y ojalá todos lo encuentren.
- ¿Y tú crees que se encuentra en el Camino de Santiago?
- No lo sé, pero estoy seguro de que muchos peregrinos poseen fragmentos del mapa. Tenemos que ir copiando los que nos falten. La recomposición sólo es posible mediante el buen entendimiento de los jugadores, el buen rollito, como se dice ahora.
José Antonio entiende plenamente el lenguaje en el que le estoy hablando, y nuestra conversación continúa por derroteros profundos. Ambos nos damos cuenta de que estamos en lo cierto y de que efectivamente se ha producido entre nosotros un intercambio de pistas.
Hace ya casi veinte años escribí este poemita que ahora transcribo:
EL TESORO
Nos encontramos a veces
en un lugar cualquiera del camino
y nos sentamos juntos
sabiéndonos marcados de un destino.
Nos llamamos amigos
en una confianza necesaria
y nos reconocemos
como dos gaviotas solitarias.
Claros como el sol
nuestros ojos se vuelven dos espejos,
hondos como el mar
aunque nadie se sepa ver en ellos.
Nos sentimos dichosos
cuando abrimos el cofre más cerrado
en donde se conservan
los anhelos del estigmatizado.
Comprobamos papeles
e intercambiamos pistas del tesoro,
y otra vez las guardamos
como oro en paño y como paño en oro.
¡Hijos de la mar,
buscadores de la isla misteriosa!
¡Locos por la luz
ocultos en el tiempo y en las cosas!
Y después nos miramos
convencidos de no volver a vernos,
nos damos un abrazo
y regresa cada uno a su silencio.
Vemos un bar abierto en Mezquiriz y entramos a tomar unos cafés con algo sólido. Van llegando peregrinos: los americanos John y Peter, Mary la finlandesa, con la que al parecer Peter ha trabado amistad. Hay una chica noruega muy joven pero con unos pechos de un volumen sorprendente. Nos hacemos alguna foto todos juntos, bromeamos, descansamos un ratito y vuelta a caminar. Se han barajado los personajes y un poco después me veo acompañado de una chica llamada Fabiola que habla y habla de sus muchísimos problemas. Sus padres son mejicanos muy pobres y ella está adoptada por una rica familia norteamericana y estudia en USA. Tiene un lío entre sus dos culturas, entre sus dos lenguas, entre sus dos familias a las que quiere de forma diferente. Tiene además un novio que se ha quedado paralítico y dice vivir en un ambiente en que lo único importante es el dinero y eso le horroriza. Yo a veces trato de decirle algo que pueda calmarla un poco pero creo que de momento lo que necesita es desahogarse. Habla sofocada, a veces llora y echa de menos a "todos mis padres", como ella dice, expresión que a mí me hace mucha gracia. De pronto me dice que yo le recuerdo mucho a su padre verdadero y eso ya no me hace tanta gracia, vaya por Dios. Hay una generación entre ella y yo, veinte o treinta años de distancia y me lo acaba de recordar sin ninguna malicia, cariñosamente incluso, pero me ha puesto en mi sitio. Un sitio que no me gusta nada, esa es la verdad, y en el que ya me había puesto el temeroso chico brasileño que me trataba de señor y de usted. Pero es que Fabiola también me trata de usted, y eso ya no lo consiento más. Me cuesta trabajo que me tutee y de vez en cuando se le sigue escapando el usted. Habla con un español de culebrón centroamericano y constantemente llora y pide perdón porque llora.
- Todos mis papás me dicen que una mujer no debe llorar nunca en presencia de extraños y están preocupados por mí, pues creen que una chica en un país extranjero está expuesta a muchos peligros. ¿Tú eres soltero?
Parece como si su cerebro hubiese relacionado la supuesta peligrosidad de la situación con mi posible soltería, por lo que la tranquilizo de inmediato:
- No, no. Tengo una mujer y una hija maravillosas.
- Seguro que tu esposa debe ser maravillosa. Segurito que lo es.
Afirma ella, como si conociera a Luisa de toda la vida.
- Bueno, claro. Siempre lo son para nosotros los seres que queremos. ¿No te parece?
- Sí, Sí. Mi papá es maravilloso.
Y llora otra vez. Y pide perdón por haber llorado. Se pone a cantar canciones que de niña le cantaba su mamá y nuevamente le da la llantina. Y nuevamente me cuenta su inadaptación a la vida materialista de los yanquis, y llora y pide perdón y canta y llora y se acuerda de todos sus padres y llora y...
Después de dos o tres horas comprendo que hay que separarse. Ya necesito cambiar el ritmo de mis pasos, oír al campo nada más. Quiero ser delicado pero la interrumpo y le digo que deje de recordar a su familia, que no ha venido al Camino de Santiago a eso, y acaso con cierta solemnidad autoritaria le indico:
- Las flechas amarillas apuntan siempre hacia delante. Camina y no vuelvas tanto la cabeza, que te vas a caer. Ahora tienes que practicar el silencio para que puedas concentrarte en los paisajes y en el canto de los pájaros.
Ella se para en seco y comienza a llorar de otra forma. Muy dramáticamente me dice:
- Comprendo. Creo que debo caminar sola. Usted me ha herido.
- Siento mucho lo segundo. -le respondo algo apenado- pero lo primero te vendrá muy bien. Yo también quiero seguir en silencio aunque tenga que privarme de tu compañía. Que tengas buen Camino.
Y continúo mientras ella queda atrás quieta y vertiendo sus últimas lágrimas.
Entre unos y otros siento que me han robado mi primera mañana, que las pocas fuerzas que tenía me están fallando, que llevo ya muchas cuestas, muchas rampas subidas y bajadas, que parecía invierno al despertar y ahora hace un calor sofocante y que apenas puedo ya con la mochila ni conmigo mismo. Las empedradas pendientes rompepiernas comienzan a imponerme respeto, pues siento algunos temblores, y me duelen horrorosamente las puntas de los dedos de los pies de tanto ir frenando. Sudo muchísimo. El Camino se vuelve maldito de repente, insufrible, odioso. Necesito llegar a cualquier lugar donde haya una sombra, algo fresco... y parece que no llego nunca.
Por fin, al límite de mis fuerzas llego a Zubiri donde puedo sentarme en un bar y pedir una jarra de cerveza San Miguel que bebo con auténtica ansiedad, en plena pájara, sin saber si me voy a desmayar al segundo siguiente. Con otro peregrino me reparto un bocadillo de chistorra.
Unos minutos después parece que comienza a pasar el peligro. Todo ha sido excesivo, la falta de sueño, la caminata (van siete horas de subir y bajar cuestas) y sobre todo el haber tenido que ir al ritmo de otros, por lo que decido ir a ver el albergue que hay aquí en Zubiri, y no completar la etapa en Larrasoaña como tenía previsto. Son sólo siete u ocho quilómetros más, pero ya soy incapaz de andar cien metros.
Al llegar al albergue compruebo que está lleno de gente conocida. John, Peter, la finlandesa, la noruega, las dos señoras palentinas que iban ayer en el autobús y Manolo Bueno, mi sobrino. Bromeo con las palentinas.
- Hombre, mis amigas palencianas.
- No somos palencianas, sino palentinas.
- Y los de Valencia ¿Qué son?
- Valencianos.
- No señor. ¿No han oído hablar del actor Rodolfo Valentino? Tendría que llamarse, según vosotras, Rodolfo Valenciano.
Ellas no saben muy bien a qué carta quedarse, y me explican el equívoco como si yo lo hubiese dicho en serio. Que los de Valencia se llaman valencianos, y yo que no, y finalmente para rematar les digo que yo tengo un amigo en Valencia que no se llama Valenciano, sino Vicente. Así que no les queda más remedio que darme por imposible y reírse. Con estas y otras tonterías pasamos un buen rato
Llega la hospitalera, me inscribe, me pone el sello en la credencial y me dice que el albergue cuesta tres euros. Es una cantidad casi simbólica, prácticamente ajustada al gasto que uno hace de agua caliente, papel higiénico o luz eléctrica. Tomo una litera, coloco el saco de dormir sobre el colchón de abajo para que se sepa que el sitio ya está ocupado y me dirijo a unos aseos algo cochambrosos pero de cuyas duchas sale una maravillosa lluvia de agua caliente a buena presión. Siento que resucito, que entro en la gloria y me vuelvo a la litera, donde me dedico un rato a masajearme los pies con una mezcla de Trombocid y esencia de romero. Este mejunje me lo recomendó antes de salir de Sevilla mi vecina Mercedes, que hizo el Camino un año antes que yo. Mano de santo, sí señor. ¿Cómo describiría yo el placer de este momento? Compruebo que algunos otros peregrinos también se untan alcoholes y cremas en los pies y me encanta ver las caritas de felicidad que se les pone. El ritual, además de efectos terapéuticos, tiene un algo de autoerotismo.
De todas formas, me levanto y dedico un ratillo a lavar los calcetines, calzoncillos y camiseta sudada. Los dejo tendidos al sol, en unos tendederos que hay fuera, y hasta tomo algo de fruta antes de descansar un rato. Echarse en el colchón es maravilloso... y el sopor... va llegando... poco... a... poco... zzz.
Me despierto cerca de las seis. Aún hace bastante calor. Ya han abierto el supermercado de la aldea y me hago una pequeña provisión: un par de manzanas, unas guindas, un par de plátanos, pan y fuagrás.
Un rato después me dirijo a un restaurante en el que está todo el grupo de extranjeros ya conocidos, a los que se han unido un par de escoceses. Casi todos están ya en plena cena y les pregunto por la calidad de los platos. Estoy hambriento. Uno de los escoceses me dice que la ternera que se está comiendo está buenísima. Entonces no se hable más. Me siento al lado de Peter y pido la ternera y una botellita de vino navarro. Hablamos de gastronomía. Le explico que a los británicos no hay que hacerles nunca caso en cuestión gastronómica salvo cuando hablan de carnes y que por eso hice caso al escocés. La verdad es que el filetón tiene un sabor exquisito y el de Nuevo México abandona el bebistrajo que se estaba tomando y se apunta al vino que yo he pedido. Brindamos por el Camino, cómo no, y varios extranjeros más lo prueban y piden más botellas. Eso está mejor. ¿Qué estaban bebiendo antes las criaturas?
Un rato después estamos acostados, y la verdad es que el buen vinillo de la tierra ayuda a dormir profundamente.
Sólo siete quilómetros
Las seis de la mañana llegan antes de lo que yo esperaba, y aunque han sido siete horas seguidas de sueño tengo la sensación de que me hubieran hecho falta algunas más. Salgo a caminar solo, mientras voy tomando algo de fruta. Los demás partirán enseguida, pero quiero adelantarme y que nadie me perturbe. Tengo que dedicarme a meditar esta mañana, a oír los pájaros y a ver este impagable amanecer.
Un rato después compruebo que voy en sentido contrario, y además no veo ninguna flecha. Evidentemente me he equivocado en un cruce por el que pasé hace rato, pero eso, lejos de molestarme, me hace comprender que ha sido la forma de cumplirse mis deseos de soledad. Me siento en una piedra y saco de la mochila el pan y la latita de fuagrás mientras me hago cargo de la nueva situación. El resto de peregrinos habrá seguido por el camino correcto y me habrán adelantado, así que desayuno tranquilamente y comienzo a caminar despacio desandando mis pasos. Poco después llego a una bifurcación en la que una flecha amarilla indicaba el camino verdadero ¿Cómo es que no la había visto antes? Parece que lo hice a propósito para despistarme, pero no fue así. En cualquier caso mi equivocación ha sido providencial. El camino es bellísimo, y en algún tramo existe un empedrado que juraría que es de la época romana. Me gusta andar por aquí, a pesar de que tengo unas fuertes agujetas y las cuestas se me hacen un poco dolorosas, de modo que voy acariciando la idea de llegar a Larrasoaña, a sólo siete quilómetros de Zubiri y plantearme allí las cosas como mejor me parezca. Me detengo algunas veces a escribir algunos versillos que se me van ocurriendo. La mañana está preciosa. Todo me gusta. Unas simples vacas paciendo en un prado me resultan un hermosísimo espectáculo, y es que tengo encendidos los motores del goce interno.
SEVILLANAS JACOBEAS 6 - 7
SEVILLANA VI
Se ha desconectado todo;
no hay radio o televisión.
Ya no existen otras voces
que roben nuestra atención.
Tantos días por delante
de sosegado viaje
sin encender otra cosa
que el alma ante los paisajes,
sin otro son
que el que acompañe al ritmo
del corazón.
SEVILLANA VII
Mientras que tus pies caminan
por la tierra o el asfalto
el alma también se mueve
con alas, hacia lo alto.
Deja atrás viejas ideas,
pon poco peso en tu espalda
que alma y cuerpo han de ir
aligerados de carga.
Sería un desastre
Pretender elevarse
Con mucho lastre.
Larrasoaña
Sobre las diez de la mañana estoy cruzando el puente de Larrasoaña.
Atravieso la calle principal en la que veo el albergue cerrado aún. Abrirán a la una y media. Al final de la calle hay un bar con unos veladores en la puerta, en una terraza con césped que me resulta de lo más agradable. Está haciendo calorcillo y, aunque aún el sol apetece, me acomodo en una mesa sombreada, pido un café y saco los trastos de escribir. Decididamente me quedo en Larrasoaña. Hasta dentro de tres horas no abrirán el albergue, de modo que tengo tiempo para escribir a mis anchas, y relatar todo lo que estoy relatando. Hoy no se camina más. En el bar venden bordones de diferentes tamaños. No son demasiado baratos, pero por seis euros me compro uno de avellano, de buen tamaño, punta metálica y poco peso, que ha de sustituir en adelante al palo que traigo desde Roncesvalles, bastante pesado y cuya punta se está haciendo una escobilla. La verdad es que me hubiese gustado traerme un bastón de las Alpujarras granadinas, como símbolo de la Andalucía Oriental de mis "otras peregrinaciones". La Occidental la traigo bien representada mediante una sanfonina, que es como llaman a las vieiras donde encontré la mía: en Isla Cristina, junto a la desembocadura del Guadiana. Traigo también una piedrecilla de la desembocadura del Guadalquivir para arrojarla cuando llegue a la Cruz de Ferro. Ah, y una cuerda de guitarra, un bordón para atar la vieira al palo del mismo nombre. El ritual y los símbolos tienen su importancia.
SEVILLANA JACOBEA IV
Mi vieira tiene un nombre,
la llamaban sanfonina
cuando la encontré una tarde
en el mar de Isla Cristina.
Y mi bordón es de abeto
nacido en Sierra Nevada.
De él cuelga la vieira
a otro bordón engarzada:
!Qué hermosa amarra
la que cantaba un día
en mi guitarra!
Cuando abran el albergue conoceré al famoso Santiago Zubiri, cuyo apellido recuerda al pueblo del que salí esta mañana, y que parece ser una institución en el camino navarro. He leído acerca de él en los foros jacobeos de Internet y hace cosa de un par de meses le envié por correo un ejemplar de las "sevillanas jacobeas". Al terminar esos poemillas hice un par de envíos, uno a él y otro al párroco de Triacastela, al que espero ver cuando llegue a Galicia. No sé muy bien por qué lo hice pero tengo la impresión de que en el Camino nada carece de sentido. Después de todo nadie va a molestarse por recibir unas coplillas y a lo mejor sirven a alguien.
Poco después de la una y media me dirijo al albergue, bastante más decente y con mejores servicios que el de Zubiri. Allí conozco al famoso hospitalero. Nos atiende uno a uno, cobra cinco euros por cabeza y pide a cada peregrino que escriba lo que quiera en el libro. La recepción del albergue es todo un despacho con una gran mesa antigua y buenas sillas de madera tallada y cuero. Tiene un cierto aire oficial el sitio, con banderas, escudos y algún bastón de mando por las paredes. Es que Don Santiago ha sido durante muchísimos años el alcalde del pueblo y eso debe imprimir carácter.
Me hace sentarme y lo primero que hace es cobrarme. Mientras busco el dinero le digo:
- No sé si habrá recibido unos poemitas que le mandé hace algún tiempo.
- ¡Hombre! -exclamó sorprendido- ¿Tú no serás...? -y hasta se acordaba de mi nombre- ¿Tú no serás Maldonado?
- Sí, señor, encantado.
- Pues tenía yo que escribirte, porque tengo aquí algunas direcciones de peregrinos que me han pedido una copia de tus sevillanas y no sabía yo si podría sacarlas a multicopista.
- Dispón de ellas como quieras -le respondo-. Como si fueran tuyas.
La palabra multicopista me sonó a algo prehistórico, a mi época de estudiante.
Observo que Santiago duda un momento a la hora de cobrarme, pero se guarda el dinero y, como queriendo disculparse, me da una innecesaria explicación:
- Es que estos tíos del gobierno de Navarra no nos dan ni un céntimo de subvención, y esto cuesta mantenerlo. Te voy a regalar un pin.
El detallito del pin le hace sentirse generoso. Me regala un peregrinito color estaño que coloco en mi sombrero.
Santiago no es ya el personaje desinteresado que según cuentan había sido en su época de alcalde. Entonces el albergue era municipal y no se cobraba a nadie. Atender bien a los peregrinos era en cierto modo hacer campaña, y que su nombre llegara a sitios insospechados. Ahora es su albergue, su negocio, y en él tiene su pequeña tienda de víveres, donde todo cuesta el doble de lo normal. Pero Santiago no ha perdido su carácter afable y dicharachero, y se pasa el día dando consejos para el camino, del que es buen conocedor. Charlamos un rato y entre otras cosas me habla de Felisa, la de los higos. Conozco al personaje de oídas. Es una anciana de noventa y dos años que vive en una casita en el campo, cerca de Logroño. El Camino pasa junto a su casa, y ella está todo el día en la puerta ofreciendo higos y agua a todos los peregrinos que ve pasar. También les pone un sello en la credencial que dice "Felisa: agua, higos y amor". Santiago Zubiri ha oído decir que han ingresado a la pobre señora en un hospital.
- No sé si estará viva o no, pues es muy mayor, pero si cuando llegues a la Rioja la ves, dale recuerdos míos.
Prudencio, Paco y los dos bolígrafos
Entro en el dormitorio del albergue y dejo mis cosas en una litera que está libre. Allí hay un grupo de seis o siete personas. Entre ellas un curioso personaje, pelado al cero y absolutamente sofocado, enrojecido, lo más hecho polvo que se puede estar. Está vaciando una enorme mochila de la que sale un montón de cosas inverosímiles. Cerca de él, sentado en la litera de al lado hay un hombre de aspecto muy simpático que me llama y me dice, refiriéndose al personaje de marras:
- Mira, mira todo lo que trae. Y encima se llama Prudencio.
La guasa con que me suelta la frase me hace caer en lo que ocurre y me integro en la escena. Nos presentamos. El que me habló se llama Paco, es de San Sebastián, 68 añitos, caminante empedernido del que ya hablaré. El otro, como ya Paco me había dicho con retintín, Prudencio. Desde luego no fue la prudencia su principal virtud al hacer su equipaje. Yo le observo asombrado y él me explica:
- Es que yo soy vegetariano y, pensando que iba a ser muy difícil seguir mi régimen en el Camino, me he traído comida para todo el mes
Ante mis asombrados ojos se levanta una auténtica montaña de latas de conserva conteniendo carnitas vegetales y toda clase de derivados de la soja, las algas, los pólenes y las raíces más o menos exóticas. Prudencio va sacando cosas de su mochila con el propósito de hacer unas cajas y enviarlo de nuevo a Murcia, donde tiene su casa. Galletitas, pildoritas, qué sé yo.
¿Cuántos quilos puede pesar todo este supermercado?
- ¿Desde donde vienes andando? -le pregunto.
- Desde Roncesvalles.
- ¿Con todo eso a la espalda?
Me da la risa, no puedo evitarlo, y eso es muy poco caritativo, pues el pobre Prudencio está hecho un ecce homo y es digno de lástima. Pero él responde de una forma muy mística:
- El primer día de camino acabo de recibir la primera lección: hay que prescindir en la vida de todo lo que no sea absolutamente necesario.
Acto seguido comienza a sacar ropa. Se había preparado bien para las cuatro estaciones, de modo que se dispone a eliminar chalecos y prendas inútiles:
- Esto también lo envío a casa, y esto otro, -comenta mientras hacía otro montón de ropa- y esto también.
Paco lo mira con carilla de pícaro. Se urga en el bolsillo de la camisa y comenta con retranca:
- Creo que yo voy a enviar también un bolígrafo a mi casa, pues veo que me he traído dos.
Todos reímos la ocurrencia menos Prudencio que sigue sudando y sigue rojo, y está agobiadísimo pretendiendo organizar los paquetes y la mochila.
- Mira. Coge esto -me dice mostrándome una caja llena de cosas-. Todo esto va para Murcia.
Aquello solo pesaba bastante más que mi mochila.
- Y aún hay mucho más que tengo que enviar.
- Bueno. Creo que verdaderamente vas a aprender hoy a prescindir de lo inútil, como tú mismo dices.
- ¿Ya lo quieres echar? - interrumpió Paco, nuevamente con la guasa- ¿No ves que el inútil es él?
Por la tarde vuelvo a ver a Paco en el albergue y charlamos largamente. Es un hombre apasionado de los caminos, el único superviviente de una asociación que organizaba peregrinaciones a distintos santuarios marianos. Ha hecho ya varias veces el Camino de Santiago y lleva escrito varios diarios. En una libretita tiene apuntado al detalle cada céntimo que se gasta, y deduzco que debe ser un hombre de recursos limitados, a juzgar por los comentarios que me hace sobre la carestía de todo. Pero después de unas cuantas bromas se va descubriendo detrás del guasón a un ser finísimo, frágil y espiritual, como no podía ser menos tratándose de un viejo peregrino. Le haría una ilusión enorme que alguien leyese alguno de sus diarios.
- He intentado que lo lean mis sobrinos -me comenta- Pero ellos no me toman muy en serio porque dicen que yo soy su tito el loco. En mi familia no le interesa a nadie lo que yo escriba.
- ¿Y por qué no cuelgas tus diarios en Internet? -le pregunto.
Paco me mira como el que ve a un marciano. Me comenta que él no sabe nada de ordenadores. Le explico un poco la cosa y le hablo de los diarios que los peregrinos cuelgan en la red y de cómo hay muchas personas a las que nos interesa leer las experiencias de los otros. Se le abren los ojos y me dice que tiene una hija que sí entiende de estas cosas.
- Ella podría ayudarte. O posiblemente en la asociación de amigos del Camino de San Sebastián te podrían echar una mano -le sugiero, pues dice que él pertenece a la misma-. Te aseguro que hay muchos como yo en el mundo que lo leeríamos con muchísimo interés.
Me da la impresión de que a Paco se le quiere escapar una lágrima. Creo que la posibilidad de que cualquiera pueda leer sus cosas le emociona. Sí, decididamente se ha emocionado. Se dirige a su mochila nerviosamente y busca un recorte de periódico que me enseña y donde él aparece. Por lo visto le van a dar la Vieira de Plata dentro de un mes, el 25 de Julio. Le prometo que cuando termine el Camino y llegue a Sevilla enviaré un email a su asociación de amigos del Camino, felicitándole y pidiéndoles que le echen una mano con lo del diario en Internet. (1)
(1): (NOTA: Posteriormente compruebo que la asociación de amigos del Camino de San Sebastián no tiene dirección electrónica, o al menos yo no la he encontrado, por lo que he tenido que cumplir mi promesa con una carta por el correo de toda la vida).
El primer esotérico
Por la tarde doy un breve paseo por los alrededores. Bajo el viejo y hermoso puente unos niños se dedican a pescar cangrejos en las limpísimas aguas del río Arga. Hablo con ellos, que me explican sus rudimentarios métodos de pesca, y les hago una foto en la que exhiben orgullosos sus exquisitos trofeos. Poco después me encuentro de nuevo con Prudencio, convertido en otra persona. Acaba de llegar, según me cuenta, de un pradito que hay cerca del río, donde ha estado haciendo sus ejercicios de meditación. Me intereso por el tema:
- ¿Tú practicas alguna técnica especial, o algún tipo de yoga? -le pregunto.
- Sí, yo soy profesor de yoga en un centro de Murcia. Nosotros pertenecemos a la GFU.
- ¿Qué es eso exactamente?
- Bueno, es una escuela que sigue las enseñanzas de Raynaud de La Ferriere.
Entonces caigo en la cuenta. Los seguidores de La Ferriere son los que llevan en Sevilla un centro de yoga al que yo estuve asistiendo hace bastantes años. Según creo, son una escisión algo heterodoxa en la escuela, secta o como se quiera llamar. Le cuento estas cosas a Prudencio sorprendido por la coincidencia, y él empieza a darme explicaciones:
- En realidad no somos la misma cosa, porque el centro de Sevilla pertenece a la rama lunar y nosotros llevamos la línea solar.
Luego trata de aclararme lo que significan para ellos estas diferencias, pero me resulta un galimatías excesivamente difícil de reproducir, por lo que desistiré de ello. El resultado es que los de Murcia al parecer son una escisión de los de Sevilla que a su vez son una escisión de un discípulo, posiblemente también escindido, del maestro. A Prudencio no le gusta que yo saque un resumen tan pedestre del asunto, y me explica muchas cosas, entre ellas el significado de una cruz que lleva colgada. No es que sea nada nuevo, sino más o menos lo que todas las cruces han simbolizado en todas las escuelas esotéricas. El brazo horizontal representa nuestra relación con lo que nos rodea, los brazos abiertos al mundo y a los demás, el gran sintagma, el amor necesario a todo y a todos. El brazo vertical simboliza el ascenso individual, la mirada al cielo, el gran paradigma, la búsqueda de Dios.
- Justo donde se cruzan los dos brazos -añade como colofón - está el corazón, el hombre.
- Los símbolos son muy hermosos a menudo, -le digo- pero tengo la impresión de que a veces son utilizados para separarnos en vez de para unirnos. Eso que tu estás diciendo es lo que en el fondo dice cualquier religión, o sea, que no se puede evolucionar si no es en armonía, y no se puede tener armonía interior plena si no se está enamorado del entorno próximo, o prójimo.
Estamos hablando de lo mismo. Prudencio utiliza muchos términos orientales y yo procuro evitarlos sustituyéndolos por palabras de mi apreciado román paladino. Hay un lenguaje sencillo con el que todos más o menos se entienden, pero cuando el lenguaje se especializa corre el riesgo de convertirse en un argot sectario. Y la palabra secta me surge espontáneamente cada vez que hablo de los seguidores de La Ferriere, igual que me surge cuando hablo de los cristianos vaticanistas, ortodoxos orientales o protestantes. Yo siempre he creído que cuando en una escuela o religión se produce un cisma por una cuestión ideológica hay que poner en entredicho a la propia cuestión objeto de la disputa. Un claro ejemplo: si dos sectas cristianas andan separadas porque unos defienden a capa y espada que la madre de Jesús nunca perdió la virginidad mientras que los otros sostienen a capa y espada que sí la perdió, podemos asegurar que ninguno de los dos bandos tiene ni puñetera idea acerca de un asunto tan poco elegante y que tiene mucho más que ver con la ginecología que con la religión. Y, aunque parezca increíble, éste ha sido y sigue siendo uno de los grandes temas de pelea entre los cristianos.
Pues bien, cada vez que hablo con gente de ciertas sectas o escuelas siempre tiene una cuestión que le separa del otro. Cada discípulo de Raynaud de la Ferriere parece que fundó su escuela personal y los seguidores de estos se escindieron y fundaron sus propias subsectas y así podemos seguir hasta que cada uno funde la suya, o sea el personalismo, que suele ser la verdadera causa de todas las separaciones.
Estoy de acuerdo en muchas cosas con Prudencio, y siento que cuando dos hombres están de acuerdo en algo ese algo es verdad. Lo único que acaso llega a molestarme en la larga conversación es su credulidad con la astrología y esa manía de querer ser más solar que nadie, pero no seré yo quien le quite la ilusión.
Por último me habla de su maestro, un tal profesor Estrada, que al parecer defendía entre otras cosas que el verdadero camino estaba en el humor. Eso me gusta, sí señor. La sonrisa ante todo. Algún chiste también contamos entre tantas ideas peregrinas. Pero Prudencio no es lo que se dice un hombre divertido y siempre vuelve a temas trascendentales relacionados con las enseñanzas esotéricas. Así más o menos va terminando el largo día en Larrasoaña.
Las australianas, el nacionalismo y la nostalgia
Al día siguiente la gente madruga muchísimo. Hay quien ha salido a caminar a las cuatro y media o las cinco de la madrugada. Pero yo aún no he cogido mi ritmo ni me han desaparecido las agujetas. Me quedo de los últimos, tanto es así que comienzan a llegar algunos caminantes que salieron temprano de Zubiri y, tras siete quilómetros, entran en Larrasoaña buscando un bar. Llegan con una noticia preocupante: ayer han robado en Zubiri las pertenencias de algún peregrino, incluso hay quien dice que la policía anda por allí disfrazada de caminante y comentan que puede que algún peregrino que vaya solo corra el riesgo de verse atracado. Santiago nos recomienda ir en grupo, por lo que finalmente partimos juntos un par de franceses, un par de australianas y yo.
La alarma no dura demasiado. Se nos olvida pronto ante la belleza de los parajes por los que pasamos. Poco a poco vamos iniciando la charla las dos australianas y yo, pues los franceses sólo hablan francés, lengua en la que yo soy un perfecto ignorante, mientras que con el inglés puedo defenderme. Así nos vamos separando de los galos, los cuales andan más aprisa que nosotros, hasta perderlos de vista por completo.
Las australianas son madre e hija, Anna y Johana. La madre tiene cincuenta y tres años y es una mujer enormemente jovial y alegre. La verdad es que parecen hermanas, y a ella le encanta que yo se lo diga. Protagonizan una hermosísima historia de reencuentro amoroso. Hace tiempo que viven separadas y apenas tienen ocasión de estar juntas. De pronto deciden quitarse el síndrome de abstinencia, pues la una necesita su dosis de hija y la otra su dosis de madre, y planean tomarse una dosis masiva donde nadie las moleste, en las antípodas, que para ellas está más o menos aquí, en la lejanísima España donde han oído decir que existe un caminito mágico. Todo esto es fascinante. De pronto se detienen, se miran una a la otra y se cogen de la mano llorando de felicidad o se dan un abrazo, y luego se disculpan ante mí como si el amor necesitara disculpas, como si no me estuviesen regalando el más bello de los espectáculos en el más bello de los sitios. A veces las observo y me tiemblan los cimientos personales. Me gustaría más que nada en el mundo poder mirar otra vez los ojos en que me vi desde niño y que perdí para siempre hace sólo tres años. Y hasta en algún momento creo sentir junto a mí una presencia que mi mente lógica rechaza pero que me llena de consuelo.
Nos paramos en las fuentes, en ciertos prados o miradores. Anna sabe dosificar el esfuerzo, y cada hora u hora y media nos detenemos cinco o diez minutos, nos aflojamos las botas y comemos algo de lo que llevamos encima. Hablamos de ellas, del Camino, de mí, de mi familia. Les enseño las fotos donde Luisa e Isabel están guapísimas y así llegamos a Villaba, muy cerca ya de Pamplona. Hemos pasado por el albergue de la Trinidad de Arre, que aún está cerrado, pues son las doce más o menos, y continuamos hasta dar con un bar que tiene al fondo un patio tranquilo donde nos sentamos, pedimos unos cafés con alguna cosita sólida y nos quitamos las botas un rato. Por todas partes hay pintadas y carteles en vascuence, de claro contenido antiespañol, y la bandera vasca se ve con frecuencia. Las australianas me preguntan y yo apenas puedo explicar la superficie de un problema tan poco razonable. Cuando viene el camarero Johana pregunta que si todos ellos se quieren separar de España, cosa que me veo obligado a traducir. El camarero las mira y responde:
- ¿Y quién coño nos va a quitar del mapa?
Después de un rato vemos que estamos en Burlada, sin campos por en medio, con autobuses urbanos y teniéndonos que parar en los semáforos como peatones urbanitas. Un autobús que se para a pocos metros de nosotros va al centro de Pamplona. Nos subimos y poco después estamos en la Plaza del Castillo, donde las llevo al café Iruña. Ellas van a quedarse en Pamplona, pero yo pienso continuar hasta Cizur Menor, a sólo cinco quilómetros, así que tomamos una granizada para despedirnos y les recomiendo que almuercen en el mismo local, donde hace unos días me pusieron un cordero excelente.
A medida que voy atravesando la ciudad se van amontonando los recuerdos como si estos tres días hubiesen sido años. Estoy cansado y hace calor. Atravieso la ciudad universitaria y me invade una especial desolación que se va haciendo más y más insufrible.
MOMENTO DE NOSTALGIA
Sé que llegaré a Santiago
aunque a veces acuchilla
mi corazón la nostalgia
por mis niñas de Sevilla.
Si el pan se volviese piedra
y el vino se hiciera hiel
sería mejor que estar lejos
de Luisa y de Isabel.
Pero me alegro
contemplando sus fotos
con su recuerdo.
Los estigmatizados
Lo que ocurre entonces, en la subida a Cizur Menor, entra dentro de las experiencias trascendentales que pueden hacer cambiar los cimientos personales de cualquiera. Se me podría acusar de alucinado y tal vez no deba contarlo. Sólo diré que el ángel consolador deja un perfume a madre que reconozco inmediatamente. Es mi madre y la madre de Luisa a la vez y sé que ambas están vivas. Es el aroma de todas las madres y el de la Madre Universal. En un instante tengo ante mí un misterio tan infinito y tan hermoso que rebasa mi capacidad de razonar, pero ante el que sólo soy capaz de llorar intensamente, y hasta trato de huir de él para no quedar estigmatizado de forma irreversible. Me gustaría morir en este instante en el que una chispa de la armonía universal se muestra ante mí tan claramente, y sé que la muerte es mentira y comprendo los éxtasis de los visionarios de todos los tiempos y de todas las religiones. Pero todo esto choca con mi formación y con lo que normalmente llamamos razonable y sostengo una lucha entre lo lógico y lo evidente para mí, que en este momento es más verdad que nada en el mundo.
Al llegar al albergue de la orden de Malta en Cizur debo tener un aspecto deprimente, pero me recibe un ser amabilísimo, María Julia, la hospitalera:
- Hace mucho calor y vienes muy agotado. Date una ducha y luego me enseñas la credencial. Instálate tranquilamente y dejemos los trámites para después.
Media hora después soy otro hombre tras una maravillosa ducha, un buen afeitado y un cambio de ropa. Dejar las botas después de ocho horas de marcha y ponerse las sandalias de goma es algo tan confortable como nunca había podido imaginar. El albergue asimismo es confortable y está impecablemente limpio, y apenas hay cuatro o cinco peregrinos, por lo que están casi todas las camas libres y puedo elegir un rinconcito apartado donde me prometo un prolongado descanso. María Julia me recomienda un bar de comidas a cien metros.
Frente al albergue hay una preciosa iglesia románica en cuya torre ondea la bandera de la orden de Malta. Dentro está toda llena de pendones medievales y retratos de caballeros de la orden, y una fila de sillones está dispuesta en círculo como para un ritual masónico o algo parecido.
Por la aldea me encuentro con Prudencio que se ha descolgado de Paco y el grupo con el que estaba en Larrasoaña.
Durante la comida no dejo de dar vueltas y discutir conmigo mismo sobre la veracidad de mi "revelación" en la cuesta de Cizur. Me hago muchas preguntas y finalmente decido tratar de olvidarlo, pensar que todo ha sido una especie de alucinación motivada por el sol y el agotamiento. Pero ni yo mismo me creo ese razonamiento, sobre todo cuando al cabo de un rato me encuentro con un hombre que dice haber tenido una experiencia del mismo orden.
En el albergue hay cuatro o cinco personas intentando entender a un hombre de unos cincuenta años que sólo habla francés. Por fin, una chica americana que resulta perfectamente políglota nos sirve de intérprete y nos enteramos de la historia que el peregrino galo trata de contarnos. Bernard, que así se llama, tuvo un accidente. Se cayó de un balcón y estuvo dos años en coma. Al despertar se había muerto su único hijo con 25 años de edad. Entonces, solo en el mundo y con una pensión del gobierno francés, se pone a caminar desde el norte de Francia en dirección a España, pero algo le ocurre poco antes de cruzar los Pirineos, cuando llevaba recorridos casi mil quilómetros. Según él tuvo una aparición y se convirtió al Cristianismo (era musulmán). Bernard sonríe con cara de beatitud y dice que se ha bautizado en el Camino de Santiago hace cuatro o cinco días pues ha visto a Dios. Aquí estamos todos locos o en el camino pasa algo realmente milagroso. Observo a Bernard tras su historia. No para de sonreír como una persona feliz, o como un tonto, que ya no sé si es lo mismo.
De noche en la cena vuelvo a coincidir con el mismo grupo. Mientras cenamos, Bernard habla, la americana traduce y el exmusulmán no para de hablar de su felicidad, de su aparición y de lo maravilloso que es Dios.
También aparecen por allí Paco y su grupo. Paco está algo malhumorado pues va a tener que interrumpir su camino para ir a una boda en Salamanca.
- Y encima mi mujer me va a obligar a ponerme una corbata, y yo ni siquiera sé cómo se pone eso.
Finalmente, antes de acostarme me quedo un rato charlando con la hospitalera que me cuenta muchas cosas en torno al Camino. Ella es voluntaria y va a estar en Cizur 15 dias, tras los cuales se pondrá a caminar con su marido.
Muchos peregrinos tras hacer el Camino se ofrecen para echar una mano en los albergues y de esa manera devolver algo de lo mucho que recibieron durante la peregrinación. Qué hermosa resulta la gratitud cuando sale de forma tan espontánea. La única condición que se exige para ser hospitalero voluntario es la de haber hecho el Camino previamente. Lo normal es que la gente preste ese servicio una quincena corriendo los gastos de viaje y de manutención por cuenta de los interesados. Se paga por ayudar a los otros, cosa insólita en nuestro materializado mundo.
La charla con Julia se prolonga hasta más allá de las once y media. Le prometo que le enviaré las coplas jacobeas cuando llegue a Sevilla. Julia me deja su dirección y su correo electrónico y me recomienda unas webs de Internet en una nota que termina diciendo: "muchas gracias por tu alegría. María Julia Teixeira".
Y es que en el transcurso de esta tarde he recuperado las fuerzas y me he vuelto el andaluz dicharachero que suelo ser. A lo mejor resulta que el maestro de Prudencio tenía razón y el humor es lo más importante.
El alto del Perdón y el reverendo Brenan
A la mañana siguiente abandono Cizur Menor y con el alba voy caminando hacia Zariquiegui y el Alto del Perdón. Es&
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