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1º Premio Concurso de Relatos 2017
“Mariposas mutantes”
Autora: Lourdes Aso Torralba
Por las tardes miro el mar en la costa valenciana. Todavía no consigo relajarme al observar el vuelo rasante de las gaviotas y el vaivén de las olas continúa removiéndome el estómago. Me recuerda la travesía a bordo de una patera en la que apenas tenía espacio para respirar y me pongo a temblar. Dicen que es producto del trauma vivido y que con el tiempo lo olvidaré todo. Creo que se equivocan. Jamás olvidaré la baba y a mi hermano agitando los brazos en el agua y pidiendo ayuda. Ama y yo tuvimos más suerte (aunque ahora ya lo pongo en duda porque los remordimientos y el sentimiento de culpa no nos deja vivir en paz) pues nos rescataron a tiempo y ahora estamos vivas. Ama está tan silenciosa que nunca sé que pensamientos recorren su cabeza. Sus ojos enfocan a un lugar lejano, al instante que marcó un antes y un después en nuestras vidas. Pues fue ella la que convenció a Baba para huir de las bombas que asolaban los alrededores del campo de refugiados de la frontera Siria. También fue ella la que dijo que si no lo quería hacer por él, debía pensar en nuestro futuro pues ni siquiera sabíamos qué era una escuela y mucho menos, un mundo en el que no tuviéramos que esconder constantemente la cabeza para evitar que los cascotes la partieran en trozos como una sandía madura. Era ella la que nos alentaba una y otra vez para que no dejáramos de caminar, para llegar a tiempo a coger un tren, para atravesar la frontera antes de que colocaran alambradas o para subir a una patera aunque la climatología no fuera favorable. Si nos quejábamos del cansancio solía aconsejarnos que lo tomáramos como si fuera una peregrinación hacia la Meca aunque en dirección contraria, y que también había oído que los cristianos hacían lo mismo por una ruta que llamaban Camino de Santiago.
Miro el sol esconderse por occidente, mi lugar de ahora y no puedo por menos que pensar en todo lo que dejé en oriente. A Ama le pasa lo mismo y eso que está todo el día ocupada trabajando en una hospedería a limpiar y ayudar en la cocina hasta que se hace de noche. Los pucheros siempre se le han dado bien aunque le ha costado mucho hacerse con el puntito exacto para cocer el arroz de las paellas sin que se le peguen los granos al fondo. Aunque ocupar la cabeza en tareas simples le ayuda a mantener la estabilidad mental, yo sé que no es la misma y que por dentro está tan rota que ni siquiera puede llorar toda la pena acumulada. Lo sé porque las dos hemos vivido el exilio. La peregrinación y las perdidas con la misma intensidad y el mismo miedo bajo la piel. Los ruidos intensos todavía nos sobresaltan, no se nos ha pasado la manía de miras a los cuatro flancos con la intención de asegurarnos si está el campo despejado para cruzar una calle o si del cielo van a llover bombas que amenacen con amputarnos brazos o piernas.
Los día de descanso solemos sentarnos como hacíamos antes, en la puerta de la casa donde vivimos hasta que cae la tarde. Ama no reza ni una sola vez e incluso se ha quitado el pañuelo de la cabeza. Tiene un cabello color castaño oscuro que ondea libre mecido por las suaves corrientes de viento. Son los escasos momentos donde me parece que es un poco feliz aunque no puedo saberlo porque se guarda todo para ella y debe avergonzarle que la vea vulnerable.
Aunque voy a la escuela no he conseguido hacer demasiados amigos. Todavía se me enredan las palabras españolas mezcladas con las que me enseño Ama y me cuesta mucho elaborar una frase completa sin cometer errores. Ya he comprobado que una equivocación mía acarrea irremediablemente sus risas y burlas porque no soy como los demás, o porque vengo a robarles el pan y el sitio en la escuela, o porque debía haberme quedado en mi tierra. Me gustaría decirles que me parece poco humano su comportamiento, que lo que no quieran para ellos no deberían quererlo para los demás pero cada uno, en esta parte de occidente va a lo suyo sin importarle lo que les ocurre a los demás. Por eso me sorprende tanto esa gente que va y viene con mochilas cargadas a sus espaldas, con botas gruesas en los pies y sin prisa alguna, saboreando los instantes del camino. Ama dice que son peregrinos y trata de explicarme la diferencia con nosotras que somos refugiadas.
Algunas de estas personas han prometido ir hasta Santiago de Compostela que está muy al norte, a bastantes kilómetros de distancia, siguiendo los mismos pasos que hiciera el Apóstol. Otros caminan sin saber muy bien porque lo hacen, como si pretendieran encontrar respuestas en el camino, conocerse mejor, pasar mas tiempo consigo mismos y abandonarse a sus pensamientos más íntimos. Le digo a Ama que no entiendo nada de lo que dice pues nosotras, cuando caminábamos, solo teníamos un objetivo, llegar a tiempo a una zona mejor. Entonces me habla de la diferencia entre huir y buscar y me recuerda que a esa gente les mueven sentimientos religiosos. En cierta manera se parece a nuestro muro de las lamentaciones.
Yo suelo merodear por los alrededores del albergue para ver a esos peregrinos, sobre todo porque llevan una guitarras de la que sale música que a mi me alegra el alma. Dicen que son canciones de misa pero como no comprendo muy bien la letra, simplemente palmeo con las manos y dejo que las notas surtan efecto beneficioso de recuperar algo de tranquilidad, pues por raro que nos parezca a Ama y a mi, esas canciones diluyen nuestras penas porque parecen estar muy llenas de alegría.
Algunas veces, mientras vamos de compras suelo tirar del brazo de Ama para que se pare pues delante de los templos también hay gente que canta y tiene el platillo de pedir en el suelo por si alguien quiere echarle alguna moneda con la que comerá después. Mil veces me he sentido tentada a pedirle a Ama que me permitiera entrar a ver como son los templos de los cristianos pero me da un poco de miedo su reacción. No quiero enfadarla por nada del mundo. Y tampoco me atrevo a decirle que el resto de las niñas está a punto de hacer su primera comunión y que a mi me apetecería llevar un traje tan bonito como ellas (me quedo pegada en los escaparates soñando lo guapa que estaría con ellos puestos) y hacer las mismas cosas que les veo hacer. Además, todas van a recibir muchísimos regalos por esa fiesta, algunos creo que incluso muy excesivos pues por más que pienso en todas nuestra celebraciones. En ninguna encuentro un despilfarro semejante.
Ama se disculpa por tener que volver a trabajar una tarde de sábado pues ha llegado más gente de la esperada y se han terminado las reservas de la cocina. Yo estoy libre y me acerco a escuchar a la gente, simplemente para sentir su compañía e imaginar que no estoy tan sola. Me asusto cuando un chico de mi edad me pregunta si yo también voy a Santiago y si de verdad voy sola. Dice llamarse Fabián. Tardo un poco en darme cuenta que de verdad me habla a mi, que me trata con respeto y no se ríe al escucharme hablar el chapurreado de español que sale de mi boca. Pregunta si vengo del extranjero pues esa ruta es muy considerada mundialmente y no es raro poder practicar idiomas por el camino y conocer gentes de diversas nacionalidades, norteamericanos incluidos. A mi me da mucho que pensar pues hasta ahora veía llegar y marchar a la gente con su carga a cuestas y para mi era como si escaparan de algo, como si intentaran dejar atrás el pasado. Fabián me dice que así es, que la ruta purifica el alma y hace a uno mucho mejor persona, o al menos es una de las pretensiones. No puedo mentirle. Fabián ha sido sincero conmigo y lo menos que puedo es corresponderle con mi verdad. Le hablo de mi tierra en Siria, de mi largo peregrinar, de mi acogida en estas tierras valencianas y de mi desconocimiento sobre las costumbres cristianas. Cuando me pregunta por qué estoy sola le digo que las chicas de mi colegio están demasiado ocupadas probándose los trajes de comunión y, que aunque a mi me gustaría mucho celebrar esa fiesta, ni siquiera se lo he dicho a Ama.
Después de una tertulia muy larga en la que, curiosamente me siento a gusto, veo al chico regresar con los suyos. Me dice que aún estará un par de días pues hay varios compañeros que tienen los pies enfermos y necesitan algo de tiempo para que mejoren sus heridas antes de volver a emprender el camino. Como yo he caminado por charcos de agua, con agujeros en los zapatos y con calcetines mojados y sucios, sé de qué me habla pues aunque les veo mucho mejor calzados, el dolor debe ser el mismo
La mañana del domingo Ama me deja ir a escuchar la música de guitarras y de las gaitas que parecen llorar conforme sale el aire de sus barrigas. La veo mucho más alegre pero no sé el motivo. Parece que eso que habían dicho los doctores, que el tiempo todo lo cura, va haciendo efecto en Ama para que hable un poco más y parezca que ha dejado atrás la culpa. Sin embargo, cuando regreso tiene algo que decir y eso me asusta pues no sé que está pasando por su cabeza. Me dice que falta poco para mis vacaciones escolares y que a ella también le van a dar unos días libres para que descanse. Me propone ir a Santiago, si me parece bien. Me dice que será como un regalo de comunión anticipado pues ya ha visto como se me van los ojos delante de los vestidos. Dice que tanto da que hablemos de Alá o de Dios pues si nos ha dejado con vida ha debido tener un buen motivo y quizá lo descubramos caminando más tranquilas que cuando escapábamos de una muerte casi segura, dice que a lo mejor hacemos las paces con Alá y los nuestros, que seguro que baba y mi hermano lo entienden y que, además, así conocemos España y sus gentes pues no sabe a que otro sitio podemos ir. A mi me parece bien. Desde siempre he sentido curiosidad por saber qué busca la gente en el camino, que hay más allá de las tierras valencianas.
Ama dice que aunque hay cuarenta y dos etapas y a lo mejor deberíamos hacerlo en varias veces, caminamos mucho más para llegar aquí, que no pasa nada por tomárnoslo con calma y que si no sellamos el carné este año, nos queda mucho tiempo por delante para ir haciendo pues cuatro comunidades autónomas no son nada comparado con una docena de países.
Planeamos el viaje con rapidez, acostumbradas a viajar con lo puesto. En la mochila cargamos lo absolutamente imprescindible y nos despedimos de los jefes de Ama y algún que otro conocido. Nos miran extrañados, como si hacer la ruta del Apóstol tuviera que ser solo cosa de cristianos pero respetaron nuestra tozudez y valentía. Llevaríamos cuatro o cinco jornadas cuando Ama empezó a estar más comunicativa. Me habló del sentimiento de culpa que todavía le despertaba por la noche, de las alegrías que le daba yo al aprender tanto en el colegio, del futuro que podía esperar tan diferente al que me habría esperado en Siria. En uno de los albergues encontramos pernoctando a Fabián con su grupo. A Ama no le pasó desapercibida la luz con la que brillaban mis ojos. Adivinó que dentro de mi corazón palpitaba una ilusión adolescente de un amor impulsivo y quizá esa había sido su razón para echarnos a los caminos, que pudiera volver a soñar en libertad. Paso a paso durante las siguientes etapas fui liberándome de las sucesivas capas de cebolla con las que había intentado protegerme. Me di cuenta de que el camino se hace por muchos motivos pero que también importa la predisposición del ánimo a emocionarse con las pequeñas cosas, que en definitiva son las que nos dan instantes de felicidad, los mismos que debió saborear el Apóstol hace muchos siglos.
Ama dijo que tenía que regresar a Valencia cuando llegáramos a Las Pedroñeras. Pensaba hacerlo en autobús y me pregunta si quiero regresar con ella o deseo continuar sola hasta Santiago acoplándome al grupo de Fabián. Dudo un instante pero al final le digo no hay nada que me haga más ilusión que continuar, que la llamaré todas las noches para contarle como estoy y que necesito (recalco la palabra necesidad) seguir adelante. Me deja euros suficientes para el resto del viaje y se despide. Por primera vez me quedo sola. Al menos tengo una sensación de vacío a mi alrededor y en el fondo de mi alma pero solo tocando fondo (Ama lo sabe) lograré de una vez por todas ser yo también la que era antes. Fabián respetaba mi silencio y se ocupaba de la colada. Yo me siento a contemplar los molinos de viento. Estamos en el Toboso, camino de la Villa de Don Fradique. De repente me acuerdo de las clases de lenguaje del colegio, de Don Quijote de la Mancha al que todos creían loco por pelear con los molinos de viento que creía gigantes y pienso si no será yo como él, una loca que desafía al mundo para intentar entender qué hay dentro de él. Se me acerca un anciano que me recuerda al abuelo. Pregunta si puede sentarse en una piedra próxima a la mía, que si molesta se va. Encojo los hombros y lo toma como una invitación a hablar. Me dice que él hace muchos años, cuando tenía mi edad, hizo por primera vez el camino y que es, quizá la última vez que lo repita, que cada vez ha descubierto cosas nuevas y ha vuelto a emocionarse. Que puede tener algo que ver con la religión o simplemente puedo tomarlo como un recogimiento interior que me ayude al crecimiento personal. Hurga como nadie antes dentro de mis heridas y como no me atrevo a gritar que se calle, las abres en canal y desaparece. El dolor fluye a través de las lágrimas, las que salieron cuando las bombas destruyeron nuestra casa, las que se quedaron congeladas cuando los días en el campo de refugiados eran tan monótonos que carecían de futuro, las que murieron con baba y mi hermano y las que no encontraron camino para acercarme a Ama y consolarla en el proceso de duelo. También salieron las lágrimas de agradecimiento a la gente que nos había rescatado de la patera, las que nos habían puesto una manta caliente en el cuerpo y dado a beber caldo templado. Las que día a día nos daban los buenos días, nos vendían la barra de pan, nos cedían el paso en un cruce de calles, nos recordaban que, aparte de odio incomprensible de las guerras hay gente buena por el mundo que busca hasta encontrar el camino que debe seguir. Lloro mientras Fabián se ocupa también de mi colada, como si estuviera dándole vuelta a mi alma y poniéndola a remojar en lejía para sacarle el color mas blanco. Aún con los ojos hinchados logro mirar a mi alrededor. Los caminos se entrecruzan y cada uno va en una dirección. Recuerdo a Ama decir que todas las sendas llevan a Roma pero me doy cuenta que tengo libertad de elegir y que depende que camino tome, mi vida también girará de forma diferente. Hago las paces con mi alma. Agradezco a Fabián que haya respetado mi proceso de duelo. Me sorprende escuchar su confesión. Me dice que ya que yo he sido sincera, debe corresponderme con otro tanto. Se han retrasado porque también él acababa de tocar fondo. Me dice que si no me he dado cuenta de que apenas estaba con su padre, de sus enemistades y reconozco que estaba metida en mis asuntos, en mi yo, que no me había fijado en esas cosas. Me dice que gracias a mi ha sido consciente de que se necesita muy poco para vivir y que su padre tenía razón al no comprarle tanto capricho. Viaja sin móvil, sin ordenador, sin música en las orejas y me dice que es feliz, feliz por el mero hecho de estar a mi lado y compartir instantes que quizá perduren eternamente.
Tardamos aún algunas semanas en llegar a Santiago pero no nos quejamos ni una sola vez, sobre todo porque la cuenta atrás de nuestros relojes juega en contra nuestra, a no ser que estuviera escrito en algún sitio que íbamos compartir nuestro futuro juntos . El camino nos une para siempre y Fabián dice que lo que une Dios no lo puede separar el hombre. Es su particular declaración de amor, la que grabamos en una piedra de Santiago de Compostela con la promesa de volver a renovar algún día nuestros votos de compromiso.
Ama me abraza a mi regreso y a mi me recuerda mi niñez, esa época inocente en la que soñaba con príncipes. Durante el camino de Santiago me he transformado en una mujer adulta, he tocado fondo y he vuelto a renacer. Ahora miro a esa gente que llega con sus mochilas y, en cierta manera siento empatía con todos ellos, mariposas mutantes a punto de salir de sus crisálidas. En algún albergue del camino todos echaran a volar.